PORQUE MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO. COSMISMO, BOLCHEVISMO Y ASPIRACIONES POPULARES EN LA REVOLUCIÓN RUSA
BECAUSE MY KINGDOM IS NOT OF THIS WORLD. COSMISM, BOLSHEVISM AND POPULAR ASPIRATIONS IN THE RUSSIAN REVOLUTION
PORQUE O MEU REINO NÃO É DESTE MUNDO. COSMISMO, BOLCHEVISMO E ASPIRAÇÕES POPULARES NA REVOLUÇÃO RUSSA
Lic. Martín Alejandro Duer
(Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad de Buenos Aires;
Centro de Estudios de los Mundos Eslavos y Chinos,
perteneciente a la Escuela de Humanidades de la Universidad de San Martín;
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina)[1]
Fecha de recepción: 08 de septiembre de 2023
Fecha de aceptación: 20 de noviembre de 2023
Creative Commons 4.0
Cómo citar: Duer, M. A.(2023). Porque mi reino no es de este mundo. cosmismo, bolchevismo y aspiraciones populares en la revolución rusa. Revista Pares - Ciencias Sociales, 3(2), 318-347.
ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27188582/qedvk9pc5
Resumen
El presente artículo indaga la conflictiva relación entre los lineamientos programáticos de la intelligentsia revolucionaria y las aspiraciones de las masas populares en el marco del proceso revolucionario ruso de 1917. Los primeros abogaban por una ruptura radical con el pasado autocrático y una redefinición de los fundamentos de la sociedad futura a partir de un poder centralizado. Se trataba de un denominador común para concepciones tan disímiles como el anarco-biocosmismo y el socialismo bolchevique. Las bases movilizadas, en cambio, pretendieron operar una redefinición revolucionaria de la lógica inmanente al viejo sistema, antes que su total destrucción. Argumentaremos que es posible comprender tanto el trasfondo ideológico que unificaba la perspectiva emancipatoria de anarquistas-biocosmistas y bolcheviques, como la divergencia entre estas visiones y las aspiraciones de los restantes sectores subalternos, dado el análisis de la dinámica propia de la estructura estamental de la Rusia zarista tardía. Destacaremos que el posicionamiento externo que respecto de dicha estructura asumió la intelectualidad revolucionaria, en contraste con la modalidad de integración que en ella adoptaron las bases trabajadoras, puede brindar una clave interpretativa en el momento de analizar la contraposición de perspectivas entre ambas fracciones del movimiento revolucionario.
Palabras clave: Anarco-biocosmismo, socialismo, bolchevismo, soslovnost’, intelligentsia, raznochintsy
Abstract
This article explores the conflicting interplay between the programmatic guidelines of the revolutionary intelligentsia and the aspirations of the popular masses in the context of the Russian revolutionary process of 1917. The former advocated a radical break with the autocratic past and a redefinition of the foundations of the future society on the basis of a centralised power. This was a common denominator for such dissimilar conceptions as Anarcho-Biocosmism and Bolshevik socialism. The mobilised rank and file, on the other hand, sought to bring about a revolutionary redefinition of the logic immanent to the old system, rather than its total destruction. We will argue that it is possible to understand both the ideological background that unified the emancipatory perspective of Anarchists-Biocosmists and Bolsheviks, as well as the divergence between these visions and the aspirations of the remaining subaltern sectors, by analysing the dynamics of the late Tsarist Russian estates structure. We will emphasise that the external position taken by the revolutionary intelligentsia towards this structure, in contrast to the mode of integration adopted by the rank and file toilers, can provide an interpretative key when analysing the contrasting perspectives of the two fractions of the revolutionary movement.
Keywords: Anarco-biocosmism, Socialism, Bolshevism, soslovnost’, intelligentsia, raznochintsy
Resumo
Este artigo explora a relação conflituosa entre as directrizes programáticas da intelligentsia revolucionária e as aspirações das massas populares no contexto do processo revolucionário russo de 1917. Os primeiros defendiam uma ruptura radical com o passado autocrático e uma redefinição dos fundamentos da sociedade futura, com base no poder centralizado. Esse era o denominador comum de concepções tão díspares, como o anarco-biocosmismo e o socialismo bolchevique. As bases mobilizadas, por outro lado, procuravam uma redefinição revolucionária da lógica imanente para o velho sistema, em vez da sua destruição total. Defenderemos que é possível compreender tanto o contexto ideológico que unificou a perspectiva emancipatória dos anarquistas-biocosmistas e bolcheviques, quanto a divergência entre essas visões e as aspirações dos restantes setores subalternos, analisando a dinâmica da estrutura das classes sociais da Rússia tsarista tardia. Sublinharemos que a posição externa assumida pela intelligentsia revolucionária em relação a essa estrutura, em contraste com o modo de integração adotado pelos trabalhadores de base, pode constituir uma chave interpretativa na análise das perspectivas contrastantes das duas fracções do movimento revolucionário.
Palavras-chave: Anarco-biocosmismo, socialismo, bolchevismo, soslovnost’, intelligentsia, raznochintsy
El biocosmismo afirma que solo en la lucha por la inmortalidad individual todo individuo y la humanidad en su conjunto obtendrá una completa liberación, que esa lucha es la verdadera base para la unión espiritual y material de la gente, que en esa lucha el individuo y la sociedad crecerán hasta dimensiones extraordinarias en su fuerza y en su obra, que en ella aumentará inmensurablemente el carácter humano. Alexandr Svyatogor, 14 de enero de 1922
¿Qué clase de lucha es ésta para el proletariado, querido camarada Lenin, cuando los trabajadores se mueren de hambre, de frío y de tifus? ¿Qué puede hacer el pobre proletario? O se va honestamente por el poder soviético o se va a especular, contra lo que el poder soviético lucha, y la especulación es necesaria, porque se quiere comer. Carta dirigida a Lenin por una mujer desconocida de la ciudad de Sumy, 25 de marzo de 1920
El proceso abierto en Rusia luego de la Revolución de 1917 pareció ofrecer un terreno fértil para la realización de los proyectos de emancipación social pergeñados a lo largo de décadas por una intelligentsia largamente oprimida bajo el yugo del régimen autocrático. Una vertiente de esta intelectualidad quedó comprendida en el Creatorium de anarquistas-biocosmistas rusos y moscovitas, fundado por Alexandr Svyatogor. Rechazando la oposición que, en virtud del apego a un obstinado doctrinarismo, las restantes agrupaciones anarquistas habrían mantenido frente al naciente gobierno revolucionario, Svyatogor abogó por un acercamiento al proyecto bolchevique. El apoyo no se fundó únicamente en la imperiosa necesidad de enfrentar la resistencia al depuesto enemigo de clase; respondió igualmente a la convergencia en torno a un principio programático basado en la superación de lo que se concebía como el barbárico atraso al que hasta entonces Rusia se había visto sometida, en virtud del imperio del ordenamiento autocrático. Ello suponía una transformación total de los fundamentos sobre los que tradicionalmente se apoyaba el poder gubernamental, para transformarlo en un dispositivo de tecnología social al servicio de la misión emancipadora. En este punto se evidenciaba una plataforma común, a partir de la cual se hermanaban los proyectos de ciertos sectores de una intelectualidad revolucionaria forjada en los intersticios de una estructura de poder a la que pretendían destruir. Este carácter de extranjería respecto de la lógica de vinculación que ligaba a los súbditos con el zar puede explicar la radical oposición de estas fracciones de la intelligentsia al sistema autocrático de organización social y, consecuentemente, la naturaleza radical de su proyecto transformador. Pero, al mismo tiempo, es posible observar una pretensión de las masas movilizadas por redefinir revolucionariamente en su favor la matriz de vinculación con el poder gobernante sin destruir la lógica inmanente a la dinámica de su reproducción. El marco problemático, así delineado, constituye un campo propicio para indagar el distanciamiento entre las pretensiones de la intelectualidad revolucionaria y las de las bases obreras y campesinas durante el período del emergente régimen soviético.
En consecuencia, el análisis de la propuesta biocosmista se plantea como un ejercicio apropiado para indagar la compleja relación entre los programas de la intelectualidad revolucionaria y las proyecciones de reorganización de la sociedad futura sostenidas por las bases explotadas. El carácter, acaso extravagante, de las consignas de inmortalidad individual y expansión espacial de la humanidad a través del cosmos postuladas por el biocosmismo no debe conducir a perder de vista los presupuestos que sus cultores compartían con otro proyecto emancipatorio como lo fue el socialismo pregonado por el bolchevismo. La afinidad entre estas visiones no respondió únicamente a factores circunstanciales, sino que en ambos casos se partía de un modelo de reconfiguración socioeconómica radicalmente opuesto a la organización que, hasta entonces, había sustentado la dominación del régimen zarista. Es respecto de este punto que cobra relevancia el estudio del proyecto biocosmista. Su análisis invita a indagar en qué medida corrientes tan disímiles de la intelligentsia revolucionaria, como el anarquismo y el socialismo, derivaron en un contenido programático similar y en qué forma esa similitud, a su vez, puede asociarse con la exterioridad que ese sector asumió respecto del ordenamiento en el que basaba su poder la autocracia. Luego, este abordaje debe permitir contrastar aquella visión con la concepción socialista de las bases populares. La confrontación analítica, por su parte, puede ofrecer indicios de que estas últimas, a diferencia de sus compañeros de ruta, se inclinaban por reorganizar radicalmente la lógica sistémica en la que efectivamente se hallaban integradas, antes que por negarla total.
La identificación de esta divergencia de perspectivas en relación con el proyecto revolucionario sugiere la necesidad de buscar una clave interpretativa que aborde las condiciones histórico-estructurales que explican el posicionamiento exterior a la formación socio-estamental en el que, en contraste con las masas obreras y campesinas, se situó una fracción de la intelectualidad rusa. Es así que, a modo de necesario interludio para la comprensión de la discrepancia en los objetivos de uno y otro sector en el marco del proceso revolucionario, se impone el análisis de ciertos rasgos característicos de la intelligentsia decimonónica, con énfasis fundamentalmente en el estudio de los factores determinantes de su posición externa al ordenamiento estamental que pretendían destruir. Este paso intermedio permitirá, finalmente, confrontar los proyectos rupturistas que esta intelligentsia revolucionaria postuló en el contexto revolucionario de 1917 con las aspiraciones de las bases populares, ligadas, antes bien, con una perspectiva inclinada a redefinir revolucionariamente la lógica interna del sistema. Debe advertirse, no obstante, que de la exterioridad respecto del ordenamiento social que revistieron estos intelligenty no debe derivarse un lineamiento programático definido mecánicamente por esa realidad. El señalamiento de la posición en la que objetivamente se hallaban inscriptos estos sectores debe permitir, nada más ni nada menos, una consideración de las condiciones de posibilidad para la emergencia de ciertos ideales emancipatorios. Conviene en este sentido adoptar las prescripciones metodológicas de Kocka (1989), para quien las singularidades históricas no pueden ser totalmente deducibles de sus condiciones estructurales. Consecuentemente, el análisis de las estructuras –en nuestro caso, el ordenamiento social de la Rusia zarista tardía y el ambiguo posicionamiento en el que allí se hallaba la intelligentsia– debe concebirse como una herramienta tendiente a ilustrar los contornos generales en cuyo interior se contienen los condicionamientos históricos de “posibles acontecimientos y acciones” (Kocka, 1989, p. 102). Recurriremos igualmente a un abordaje en clave histórico-conceptual tanto para analizar la modalidad en que cobró forma la figura del intelectual revolucionario ruso, como para confrontar las divergentes visiones emancipatorias en virtud de los respectivos “espacios de experiencia” de los que partían los elementos componentes del campo revolucionario.
La intelligentsia revolucionaria y la ruptura radical con el pasado autocrático
El proyecto biocosmista, fundado en una radical potenciación de la vida humana a partir de la consecución de la inmortalidad del ser humano y de su expansión a escala interplanetaria, fue quizás la expresión más audaz de programa de transformación social a que diera lugar la de 1917. Tuvo su origen en los planteos de un ecléctico grupo de teóricos rusos quienes, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, proyectaron un horizonte en el que el ser humano debía enseñorearse no solo del cosmos en cuanto única dimensión espacial cognoscible, sino del destino vital de la propia especie, a través de la consecución de la inmortalidad de los vivos y la resurrección de los muertos. El grupo de los llamados biocosmistas-inmortalistas, encabezado por Svyatogor, un dirigente de extracción anarquista, asimiló estas consignas como parte del programa con el que intervinieron en el escenario abierto luego de la destrucción de la autocracia. El impetuoso desafío a la muerte y, en conjunción con ello, la propuesta de emancipar al género humano de sus limitaciones tanto temporales como espaciales, catapultaron a los promotores de este movimiento a la cabeza de un proyecto cuyas ambiciones revolucionarias empalidecieron la más “modesta” perspectiva de edificación socialista prevista por el partido bolchevique. Sin embargo, ambas visiones compartían la convicción relativa a la necesidad de plantear una ruptura total respecto del pasado autocrático.
De la destrucción del viejo orden habría de emerger una renovada maquinaria estatal, concebida como un dispositivo global que, orientado por medios científico-técnicos, sería capaz de reorganizar consciente y planificadamente los fundamentos mismos de una sociedad revolucionariamente transformada. Aquí se observa un terreno común para la convergencia programática. En efecto, estos lineamientos asumían como premisas indispensables para la realización de sus proyectos transformadores la integración niveladora, en el marco de una comunidad cohesionada, del conjunto de los miembros del cuerpo social. Ello podría tener un fundamento material, en la medida en que la creciente riqueza social permitiera a los productores libremente asociados disfrutar en condición de igualdad de los bienes producidos de acuerdo con sus necesidades. O bien debía constituir el corolario necesario de la conformación de una tecnología estatal que, a diferencia del moderno dispositivo de biopoder descrito por Foucault (2001, pp. 220-223), no limitaría su intervención a la gestión de las poblaciones humanas vivas, sino que extendería su jurisdicción más allá de la muerte. Como remarca en este sentido Groys (2021), debido a su función en cuanto administrador de la resurrección e inmortalidad de los seres humanos, el Estado proyectado de acuerdo con estos lineamientos deviene un “biopoder total”, abstraído del control democrático de los objetos de su acción, los individuos, a quienes garantiza la vida eterna (Groys, 2021). De cualquier modo, estas visiones de igualación social en virtud de la consolidación de un aparato estatal centralizado representaban factores que chocaban frontalmente con el particularismo propio de un ordenamiento fundado en conglomerados estamentales –sosloviia–, distinguidos los unos respecto de los otros por los derechos y obligaciones que a cada uno de ellos les correspondía en virtud de su posición específica en un sistema jerárquico a cuya cabeza se situaba el zar (Smith, 2014).
Estas concepciones fueron el producto de reflexiones sistemáticamente desenvueltas a lo largo de las décadas que precedieron al contexto convulsivo abierto por el proceso revolucionario de 1917. Ciertamente, la pretensión de someter bajo control consciente a las fuerzas objetivas –de la naturaleza, de la biología, de la economía–, constituyó una aspiración ampliamente extendida entre las diversas vertientes de la intelectualidad rusa desde finales del siglo XIX.
Hacia comienzos del siglo XX, se publicó póstumamente La filosofía de la tarea común –Filosofiya obshchego dela– de Nikolai Fiódorov, auténtico precursor del biocosmismo. En ella abogaba por la aplicación práctica de la ciencia sobre la base de la unión entre los científicos y la población que denomina “no instruida”, hermanados en torno a la “tarea común” de controlar colectivamente a las “fuerzas ciegas” de la naturaleza y, particularmente, de restablecer la vinculación entre las sucesivas generaciones a través de la resurrección de los muertos, haciendo así a los ancestros partícipes de los progresos científicos logrados por su descendencia (Fedorov, Minto y Koutaissoff, 1990). Paralelamente, Bogdánov (1918) postuló la aplicabilidad universal de ciertos principios generales de organización sobre el conjunto de las esferas de existencia. Todas las áreas debían ser sistematizadas y coordinadas desde una perspectiva holística, en función de la elucidación de las modalidades elementales de su organización (Bogdanov, 1918). La condición para ello, afirmó, redundaba en la reunificación de las diversas competencias del saber, dispersas hasta entonces por la compartimentación resultante de la creciente especialización derivada de la división del trabajo. A su vez, el fundamento para dicha reunificación descansaba en un sustrato de unidad social. Concretamente, la adopción de este nuevo punto de vista de escala universal requería, como presupuesto histórico, la emergencia del proletariado industrial. Ello se debía a que la homogeneidad de las condiciones de vida, de trabajo y de lucha de los miembros de esta nueva clase los hacía proclives a la incorporación de un punto de vista monista y científicamente organizado, superador de aquella compartimentación característica de la especialización:
La clase obrera lleva adelante la organización de las cosas en su trabajo, y la organización de sus fuerzas humanas en su lucha social. Debe conectar la experiencia de ambos campos en una ideología especial; es decir, la organización de las ideas. Por ende, la vida misma convierte al proletariado en un organizador de tipo universal, y el punto de vista organizacional es una tendencia natural e incluso necesaria para él. (Bogdanov y Gorelik, 1984, pp. 32-33)[2]
El imperativo de asimilación de este punto de vista orgánico resultaba particularmente acuciante luego de que la oleada revolucionaria, que opuso su talante frente al cataclismo bélico, impulsara al proletariado al poder, colocándolo de hecho en condición de ejercer su función de “organizador de tipo universal”. La revolución había hecho posible la encarnación histórica de la concepción organizacional en la triunfante clase obrera, la cual, centralizando en sus manos el poder gubernamental, se desempeñaría como un “poderoso instrumento para la efectiva organización de la humanidad en un colectivo único” (Bogdanov y Gorelik, 1984, p. 35). La misma impronta conceptual estuvo presente en los lineamientos programáticos a partir de los cuales el partido bolchevique pretendió definir los contornos del naciente ordenamiento soviético. Meses antes de la toma del Palacio de Invierno, Lenin sostuvo la necesidad de traspasar la dirección del “capitalismo monopolista de Estado” –gosudarstvenno-monopolisticheskiy kapitalizm–, afianzado en Rusia durante la Guerra, del gobierno provisional a los soviets. Esta estructura, argumentaba por entonces el líder bolchevique, constituía el presupuesto ineluctable para la futura edificación socialista, en la medida en que ofrecía el medio necesario para una planificación global por los productores sobre el conjunto de la economía (Lenin, 1969). Años más tarde, en el marco del llamado debate sobre la acumulación socialista, Preobrazhensky (1968) empleó la sugerente noción de “tecnología social” para referirse al mecanismo científico de asignación de recursos en un sistema que, emancipado de la “anarquía” propia del régimen mercantil, regula conscientemente la producción y distribución a partir de su “sistema nervioso extremadamente complejo y ramificado de previsión social y de dirección planificada” (Preobrazhensky, 1968, pp. 63-71).
Se desprende de lo planteado, pues, la existencia de una concepción que atravesaba todas estas perspectivas: un control de la totalidad existencial a través de mecanismos científico-técnicos y sobre la base de la unidad social en torno a un dispositivo centralizado de poder, al servicio de la realización de tareas conducentes a la superación del actual estadio del desarrollo civilizatorio de la humanidad. La escala de dicho control, por su parte, descartaba toda forma de particularismo social, como el que hasta entonces había consagrado el régimen estamental. La igualación de los miembros del organismo social se derivaba como la consecuencia forzosa de este precepto programático. Tal parecía ser el denominador común del horizonte emancipatorio proyectado por la vertiente radicalizada de la intelligentsia rusa en las vísperas del triunfo revolucionario. Ante ella, la Revolución se presentó como el heraldo de una nueva modalidad de gobierno centralizado, en condiciones de consolidar, en algún momento dado, el mentado “biopoder total”, emancipado de toda limitación espaciotemporal. Fue esta lectura la que concitó el apoyo de buena parte de sus exponentes al emergente sistema soviético (Groys, 2021). Las aspiraciones de los restantes sectores de la población revolucionariamente movilizados, como veremos, no quedaban plenamente expresadas en este programa. Las pretensiones de buena parte de los obreros, campesinos y soldados, ciertamente, reflejaron una complejidad que excedía con creces el estrecho marco de la sintética consigna de paz, pan y tierra. Pero lo que importa remarcar aquí es que sus postulados se fundaron esencialmente en una radical redefinición socioeconómica del régimen sobre el cual la Revolución actuaba, antes que en un quiebre total con él. Tendremos oportunidad de observar con más detenimiento esta concepción. No obstante, se impone en primer lugar analizar la visión de los biocosmistas para proceder, a partir de allí, a una indagación de las razones históricas que explican su afinidad respecto de los objetivos globales del socialismo propuestos por los bolcheviques.
Socialismo, inmortalidad y dominio del cosmos
Veamos en qué medida la propuesta biocosmista encabezada por Svyatogor se ajusta a estos preceptos de transformación compartidos por el grueso de la intelligentsia revolucionaria. La biografía de Svyatogor se enmarca en los parámetros familiares a los componentes de los intelligenty de la Rusia finisecular. Nacido hacia fines de la década de 1880 en el seno de una familia adscrita al estamento clerical, frecuentó en su juventud los círculos anarquistas. Participó activamente en la movilización general de 1917, integrándose como comandante de la Guardia Negra. Como tal, dirigió expropiaciones de “departamentos burgueses” e intervino activamente en los sucesos de octubre. En los años siguientes, colaboró con la consolidación del nuevo gobierno dirigido por el partido bolchevique, conservando su filiación a la corriente anarquista. Sus inquietudes lo llevaron a profundizar en las problemáticas sobre la inmortalidad y la resurrección de los muertos sobre las que había comenzado a indagar años antes. En diciembre de 1920, cofundó, junto con Alexander Borísovich Yaroslavsky, el grupo anarquista de biocosmistas. Con ello, es posible fijar la fecha de nacimiento del movimiento. Al año siguiente, los biocosmistas rompieron la vinculación que hasta entonces habían mantenido con los anarquistas-universalistas. En 1922, el modesto Creatorium biocosmista que el grupo dirigido por Svyatogor compartía con estos últimos fue reconfigurado como el Creatorium de anarquistas-biocosmistas rusos y moscovitas. Sobre esta nueva base institucional, Svyatogor y su grupo de biocosmistas contaron con un poderoso mecanismo de difusión para transmitir los principios de su plataforma programática. El fundamento de esta última quedaba condensado en la siguiente fórmula: “Para nosotros, el valor más importante es la inmortalidad del individuo y su vida en el cosmos. Convertimos este valor en objetivo, y así obtenemos nuestra concepción teleológica” (Svyatogor, 2021a, p. 139).
Sobre esta base, el localismo temporal –la muerte– y espacial –fijación territorial limitada al ámbito terrestre– del individuo eran identificados como las fuentes de las que emanaban las bajezas más monstruosas del ser humano y, con ello, los antagonismos disolventes del vínculo social. La conquista de la inmortalidad de los vivos, la resurrección de los muertos y la conquista para la especie de la totalidad del cosmos era, pues, el fin último de los biocosmistas. En torno a la realización de este objetivo creían que sería posible la unión universal de la humanidad:
El biocosmismo afirma que solo en la lucha por la inmortalidad individual todo individuo y la humanidad en su conjunto obtendrá una completa liberación, que esa lucha es la verdadera base para la unión espiritual y material de la gente, que en esa lucha el individuo y la sociedad crecerán hasta dimensiones extraordinarias en su fuerza y en su obra, que en ella aumentará inmensurablemente el carácter humano. (Svyatogor, 2021a, p. 141)
Pero esta unión requería de una homogeneización social previa, aquella que resultara de la emancipación respecto de la explotación del hombre por el hombre. La eliminación del antagonismo de clase que conllevaba la Revolución se les presentaba como una etapa necesaria, aunque insuficiente. La lucha a escala planetaria entre el capital y el trabajo, afirmaban los biocosmistas, “tiene el objetivo de eliminar las divisiones de clases, lo que, desde nuestro punto de vista, es el presupuesto necesario para el planteo de los problemas del biocosmismo en su totalidad universal” (Svyatogor, 2021a, p. 142). Rusia representaba el inicio de una “Gran Revolución”, cuyos efectos habrían de conducir a la unidad del conjunto de la humanidad en torno a los principios del biocosmismo. Se desprende de ello el primer factor que justificaba el apoyo al nuevo gobierno.
Un segundo aspecto que derivó en el acercamiento de los biocosmistas al emergente régimen soviético residió en la relectura que efectuaron respecto del mecanismo de poder capaz de concretar el proyecto emancipatorio. La nueva modalidad de estructura estatal parecía reflejar el instrumento adecuado para ello. En 1920, el Creatorium emitió una declaración en la que se afirmaba que “el surgimiento del poder revolucionario soviético” no solo había impuesto la necesidad de “revisar la cuestión del poder y del Estado en general”, sino que había conducido igualmente a “evaluar de manera nueva y positiva el principio del poder revolucionario soviético” (Svyatogor, Ivanitsky, Zikse y Grozin, 1999, p. 422). De este modo, los biocosmistas establecían una delimitación respecto del “anarquismo histórico”, el cual se había revelado impotente para lidiar con la cuestión del poder. En cambio, el bolchevismo, desde su óptica, constituía una “nueva ideología”, que avanzaba “en poder y creatividad hasta afirmarse en la inmortalidad y en el cosmos” y que se basaba “en los últimos avances científicos y tecnológicos”, al tiempo que aspiraba “a su reestructuración, así como a la de la filosofía, la sociología, la economía, el arte y la ética, de acuerdo con su gran teleología”[3] (Svyatogor, Ivanitsky, Zikse y Grozin, 1999, p. 422). Los propósitos de conquistar la inmortalidad y el dominio del espacio para el género humano presuponían la manipulación de estos desarrollos científico-técnicos por parte de una maquinaria centralizada, de un “biopoder” que, liberado de las trabas propias del parlamentarismo tradicional, operase sobre la población transformaciones revolucionarias conducentes a situar al conjunto de la naturaleza bajo control consciente del hombre:
En nuestra labor creativa social, nos basamos en los logros de la Revolución de Octubre, allanando el camino para el avance continuo de la revolución y contribuyendo positivamente a la consolidación y expansión de los resultados alcanzados hasta ahora […] no esperamos ninguna revelación de las instituciones representativas de tipo parlamentario y las consideramos traidoras. Adoptamos una actitud positiva hacia el sistema soviético, viendo en él una forma de Estado que, con ritmo revolucionario, avanza del dominio del hombre sobre el hombre al dominio del hombre sobre la naturaleza. (Svyatogor, Ivanitsky, Zikse y Grozin, 1999, pp. 422-423)
La acrítica adscripción a las concepciones fundacionales del anarquismo –la “doctrina de los padres”, de acuerdo con la expresión de Svyatogor– habría impedido a la corriente libertaria reflexionar respecto de la naturaleza de las tareas que el nuevo Estado soviético debía llevar adelante (Svyatogor, 2021b). La dictadura no podía ser descartada en función de una mera cuestión de principios. Por el contrario, en el contexto revolucionario, era imposible prescindir de ella si se pretendía afianzar la edificación de la nueva sociedad. Ello no solo respondía a la necesidad de enfrentar la resistencia que las clases opresoras oponían a un régimen revolucionario dirigidas a expropiarlas económica y políticamente. La nueva maquinaria estatal se revelaba al mismo tiempo como el mecanismo idóneo para la unificación del conjunto social en torno a la modalidad de sociabilidad requerida por los objetivos últimos del biocosmismo.
Esta consideración devela el tercer aspecto que subyace al apoyo de los biocosmistas al nuevo régimen soviético. De acuerdo con Svyatogor, la imposición del biocosmismo determinaría, en algún momento, la obsolescencia del gobierno dictatorial, conjuntamente con toda forma de Estado en general. Sin embargo, la inmortalidad, el “interplanetarismo” y la resurrección de los muertos constituían tareas cuya consecución exigía del esfuerzo mancomunado y armónico de todos los componentes de la sociedad, enlazados en una “unidad total” –vseedinstvo–, esto es, en una unidad que garantizara la realización de los más elevados fines genéricos preservando al mismo tiempo la integridad de sus elementos individuales. La revolución había allanado el camino, señalando la necesidad de alcanzar esta unidad genérica, sin consumarla del todo. Su obtención presuponía tanto la eliminación de la diferenciación de clase entre opresores y oprimidos como la liberación del yugo de la tradición impuesto por el viejo orden burgués. Durante esta fase transicional, el nuevo Estado, apoyándose en la organización soviética, se presentaba como un instrumento apropiado para la realización de estas tareas:
La vieja forma de Estado ha quedado en el pasado. La nueva forma soviética es diferente por sus objetivos y sus métodos. El sistema soviético, garantizando en un principio la liberación del ser humano del yugo de la naturaleza exterior, ya ahora favorece el crecimiento de la conciencia individual, liberando al individuo del yugo de la tradición. Hay una creciente conciencia de la libertad personal y de la responsabilidad y, como resultado de la sovietización, de nuevos vínculos entre las personas. En los soviets, la gente está ligada en virtud de la conciencia de la importancia de la lucha que está desarrollándose, que exige temple y disciplina. En los soviets, la persona aprende a respetar al otro y a sí mismo, mientras que, en la sociedad burguesa, al ser una sociedad de señores y esclavos, excluye el debido respeto mutuo. (Svyatogor, 2021b, pp. 168-169)
Consecuentemente, desde la perspectiva del biocosmismo, la Revolución rusa había iniciado una nueva etapa histórica, cuya apertura proyectaba en el horizonte del género humano la posibilidad de realización de la inmortalidad, la conquista del cosmos y la resurrección de los muertos. El ascendente Estado soviético se presentaba como el mecanismo apropiado para la realización de las tareas preparatorias para ello, esto es, la superación del antagonismo de clase y la consecución, sobre la base de la liberación de las relaciones de explotación, de la “unidad total” a partir del afianzamiento de nuevos lazos sociales, superadores del antiguo “yugo de la tradición”.
Una intelligentsia en los márgenes del ordenamiento estamental
Se constata, así, la existencia de una serie de semejanzas generales entre fracciones de la intelectualidad revolucionaria, procedentes de las más diversas adscripciones político-ideológicas, tanto en lo que se refiere a los objetivos emancipatorios que la Revolución debía consumar, como respecto de los métodos de los que se debía valer para lograrlo. Ciertamente, la destrucción del régimen autocrático pudo acelerar el cierre de filas en torno a la defensa del proceso revolucionario y de las perspectivas que ello presagiaba. No obstante, si la Revolución puede leerse como un catalizador de la unidad de estos sectores de intelligenty, por sí sola no puede dar cuenta del contenido común a sus visiones. Quizás pueda hallarse un principio de explicación para esta confluencia político-programática indagando la específica estructura histórica que, luego de cristalizar hacia mediados del siglo XIX, operó como crisol fundamental para la formación de un conglomerado capaz de actuar como “conciencia social de Rusia” (Baña, 2014), sobreponiéndose con ello a toda diferenciación estamental o de clase. Se trata, en primer lugar, de reflexionar sobre las condiciones que fomentaron la emergencia de un sector social inclinado a proyectar sus perspectivas de transformación por fuera del ordenamiento autocrático. Luego, se podrá enlazar este desarrollo histórico con la emergencia de un particular ethos que, hasta la experiencia revolucionaria, constituyó el trasfondo común de un amplio espectro de proyectos emancipatorios.
Es posible comenzar a transitar la línea interpretativa propuesta contemplando los condicionamientos que el remodelado escenario europeo de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII –en el que el dogma y la autoridad eran sometidos a cuestionamiento y la ciencia era crecientemente concebida como el instrumento idóneo para el dominio de la naturaleza[4]– impuso sobre la Rusia autocrática. Bajo este prisma debe atenderse al cambio en los patrones culturales del estrato dominante. La formación ilustrada y humanística a la que, crecientemente desde el siglo XVIII, accedieron ciertas fracciones del estamento noble –dvorianstvo–, respondió eminentemente a las exigencias de adaptación dictadas por la integración de la Rusia euroasiática en el campo de vinculación con los poderes occidentales. Impulsado por el proyecto de modernización que dicha integración imponía, el régimen autocrático se vio en la necesidad de asimilar valores y concepciones foráneos, ajenos y contradictorios con su modalidad interna de gobierno.
Las reformas conllevaban otros factores de carácter disruptivo. Es posible analizar su impacto a la luz de la emergencia de un sector social novedoso en el marco de la organización socio-estamental –soslovnost’–. Se trata del elemento representado por las “gentes de rangos diversos” o raznochintsy, designación que ya se hace presente en las primeras décadas del siglo XVIII. La propia misión modernizadora impulsada inicialmente por Pedro el Grande, ciertamente, tuvo un rol nada desdeñable en el surgimiento de la anomalía legislativa que representaron estos raznochintsy. Una reformada maquinaria burocrática dependía de la pericia de funcionarios especializados. Estos no podían proceder enteramente de las filas del dvoriantsvo. Sin embargo, no era posible rebajar el estatus del estamento noble ampliando indefinidamente su membresía en función de requerimientos meramente administrativos. La autocracia recurrió entonces al ennoblecimiento personal de funcionarios procedentes de estratos no nobles. A diferencia del caso de otros plebeyos que accedían a la nobleza hereditaria –aquellos que se desempeñaban en funciones civiles o militares a partir del octavo escalafón en la Tabla de Rangos establecida por Pedro–, la nobleza personal consistía en un título concedido únicamente al individuo colocado bajo el servicio del autócrata, de modo que su condición no podía ser heredada a su descendencia. Los hijos de este funcionario ennoblecido se hallaban, pues, en una situación ambigua. Similar suerte corrían aquellos servidores cuyos puestos no conferían ningún tipo de nobleza, así como los estudiantes universitarios de origen plebeyo (Wirtschafter, 2006). Todos estos elementos quedaban englobados en la categoría de los raznochintsy, cuya condición se definía generalmente por oposición a la de los estamentos efectivamente reconocidos. No obstante, la legislación procuró ofrecer igualmente una definición efectiva de su estatus, delimitando el alcance de sus prerrogativas. En estos casos, se les asignaban a los raznochintsy privilegios y deberes ad hoc, ajustados fundamentalmente a la situación concreta.
El raznochinets escapaba a los encuadres legales que definían los derechos y las obligaciones de otras categorías del entramado social, como la nobleza, el campesinado, el clero, los mercaderes o los citadinos. De allí que su carácter fuera polisémico. Podía referirse a los componentes de la baja oficialidad o de las clases urbanas no privilegiadas; al estrato del ámbito rural que no era ni campesino ni noble; al elemento plebeyo educado que, debido a la imposibilidad de heredar la condición estamental del padre, no pertenecía a la nobleza o al clero; o bien, como señaló Wirtschafter (1994), el raznochinets podía referirse en términos generales a la figura del outsider, la cual, por su parte, no deja de englobar todas las acepciones anteriores. Esta polisemia, por su parte, remite a la posición liminar en la que se hallaban ciertos grupos en virtud de sus específicas circunstancias, quedaran signadas estas por actividad profesional, estatus hereditario u otros factores vitales no previstos por una legislación, por su parte, ávida de categorizar a la población dentro de esquemas rígidos con el propósito de servir a fines administrativos e impositivos. La exterioridad respecto del ordenamiento estamental –vniesoslovnost’– fue un rasgo saliente de este sector poblacional. A su vez, el uso reflejó esta condición de marginalidad. Entre los miembros de las diversas sosloviia, la categoría de raznochintsy era empleada para designar a quienes no formaban parte plenamente de la comunidad estamental en la que objetivamente se hallaban integrados. Así, como remarcó Wirtschafter en este sentido, “para los nobles, estos raznochintsy eran nuevos nobles, no-nobles, o categorías de campesinos diferentes a los siervos”; por fuera del plano aristocrático, para mercaderes y citadinos, “eran residentes urbanos que no pertenecían a la comunidad formal de pagadores de impuestos (posad); y para los oficiales de dominios administrativos (vedomstva), ellos eran individuos subordinados a otras órdenes” (1994, pp. 109-112). Los raznochintsy no integraban los rangos aristocráticos, aunque tampoco era plenamente asimilable su condición a la de los diversos sectores sometidos a tributación. Se hallaban en un plano fronterizo respecto de todos estos campos sociales, sin ser totalmente reconocidos en ninguno de ellos como miembros de pleno derecho (Shirinyants, 2012).
La designación de raznochinets adquirió, pues, un sentido peyorativo. Es posible argumentar que el fundamento de la carga de negatividad que acarreaba la denominación se hallara en esta misma situación de outsider. Era esta condición liminar, de exterioridad respecto de los más asentados vínculos de redistribución que el zar sostenía con los miembros de sosloviia expresamente reconocidos, así como la inseguridad que dicha situación suponía, lo que conducía a identificar desdeñosamente a los elementos que no quedaban plenamente comprendidos dentro de cada sociedad estamental –soslovnoe obshchestvo–.[5] La exclusión operaba asimismo respecto de un plano primordial en la cosmovisión plurisecular rusa en torno a la figura del monarca. Una particular teología política permeaba este vínculo colectivo de redistribución. La legitimidad del autócrata no descansaba meramente en el rol –real o supuesto– que desempeñaba en esa red relacional, sino en el plano trascendental que le permitía ubicarse ante sus súbditos en la posición fundamental en ese circuito de contraprestaciones. Bajo esta óptica, la elevación de la persona del soberano como vector supremo del lazo de dominación vertical que atravesaba al conjunto del imperio respondía a la sacralización de su función, que configuraba como la contraparte mundana del “zar celestial”. Cabe remarcar que los fundamentos teóricos sobre los que se afirmaba esta dominación eran ampliamente aceptados por los dominados. Esto se constata principalmente atendiendo a una específica modalidad de resistencia popular, el “autonombramiento”, desplegada intermitentemente a lo largo de los siglos. En la medida en que, por definición, un déspota no podía ser el verdadero representante de la voluntad divina, se recurría al “autonombramiento” del “auténtico zar”, surgido del pueblo que reclamaba legítimamente el trono usurpado (Ingerflom, 2017a; 2017b).
La situación marginal en la que objetivamente se hallaba este ecléctico conglomerado de raznochintsy parece, en principio, encontrar su necesario correlato en otro colectivo igualmente diverso en su ensamblaje social. Se trata del sector identificado hacia la segunda mitad del siglo XIX como intelligentsia, esto es, un variopinto agrupamiento que, cohesionado internamente en torno a un ideario común trascendente de toda diferenciación estamental y a partir de una férrea oposición al ordenamiento autocrático, estaba dispuesto a intervenir en el plano óntico de su propia realidad con el propósito de realizar allí las transformaciones socioeconómicas y políticas propuestas.[6] Es el posicionamiento desde la exterioridad del ordenamiento estamental lo que permite encuadrar en un mismo campo el raznochinets y el intelligent. No obstante, a la hora de reflexionar en torno a la naturaleza de la asociación entre ambos, es necesario tomar en cuenta ciertos factores con el fin de evitar caer en simplificaciones conducentes a establecer entre ellos una identificación inmediata.
La conformación de este estrato de intelligenty puede interpretarse como el resultado imprevisto del cambio cultural fomentado por la necesidad de modernización del Imperio (Pomper, 1993, p. 8)[7]. Así, fueron los valores democráticos, republicanos y, eventualmente, socialistas los que cimentaron la unidad de un heterogéneo espectro social, compuesto por individuos procedentes de las más diversas extracciones ocupacionales o estamentales. Belinsky (1956), conspicuo exponente de este sector de la sociedad, expuso de modo visionario esta especificidad. Reflexionando acerca de la fragmentación social, derivada por su parte del particularismo propio de cada soslovie, resaltó la capacidad de la literatura de operar como puente y generar un terreno común para los miembros de las más variadas sosloviia:
Nuestra literatura ha creado las normas morales de nuestra sociedad, ha educado ya a varias generaciones de caracteres ampliamente divergentes, ha allanado el camino para el acercamiento interno de los estamentos [sosloviia], ha formado una especie de opinión pública y ha producido un tipo de clase especial en la sociedad que difiere del estamento medio en el sentido de que no está compuesta únicamente por comerciantes y plebeyos, sino por personas de todos los estamentos que han sido reunidas a través de la educación, la cual, con nosotros, se centra exclusivamente en el amor por la literatura. (Belinsky, 1956, p. 358)
Bajo su óptica, esta agrupación de individuos, vinculados a partir de intereses en común, se había constituido en un polo unificador, reuniendo a elementos procedentes de los más variados orígenes sociales en una “clase especial”. De acuerdo con este testimonio, en este conjunto policlasista se materializaba la convergencia de sectores arrancados a la vinculación de redistribución que, en el ordenamiento estamental –soslovnost’–, ligaba vertical y asimétricamente cada sector social con la persona del autócrata. No obstante, y a pesar de este factor de exterioridad, esta primera generación de intelligenty de las décadas de 1830 y 1840 a la que Belinsky pertenecía, no expresó un rechazo frontal al orden establecido. El carácter progresista de los ideales que sus representantes defendían –vinculados con la libertad de conciencia, de prensa, la abolición de la servidumbre, la promoción de la educación y de la ciencia y, en términos generales, con el alineamiento de Rusia de conformidad con los preceptos liberales–, no impidió que conservaran las esperanzas en la posibilidad de que la evolución en ese sentido fuera comandada por un zar ilustrado (Confino, 2011). Fue la generación siguiente, la de los “hijos” intelectuales de la primera, quienes enlazaron su total negación hacia la realidad constituida con un ethos particular. Este se resumía en la máxima de uno de sus más destacados exponentes: “lo que puede romperse, debe romperse; lo que resiste el golpe, sirve; lo que se hace añicos, es basura; en cualquier caso, golpea a derecha y a izquierda, de esto no saldrá ni puede salir nada malo” (Pisarev, 1955, p. 135). Se producía el relevo generacional, y quienes tomaban la posta eran los jóvenes nihilistas rusos.
La nueva generación de intelligenty nihilistas se componía eminentemente de raznochintsy y de sectores disidentes de la juventud noble. Entre ellos, el rupturismo radical respecto del ordenamiento autocrático no se manifestó únicamente en el sentido negativo condensado en la máxima de Pisarev. También asumió un contenido esencialmente positivo, lo cual distinguía a los nihilistas rusos de sus homólogos europeos (Shirinyants, 2012). Frente a los valores oficiales del poder imperial, resumidos en la fórmula “ortodoxia, autocracia y nacionalidad” –pravoslavie, samoderzhavie, narodnost’–, la intelligentsia radicalizada opuso como criterios fundantes de su ethos la confianza en la ciencia y en su método como mecanismo apropiado para controlar los fenómenos del mundo social, desde una perspectiva atea y materialista. “El nihilista rompió, como es natural, con las supersticiones de sus padres, siendo en concepciones filosóficas un positivista, un ateo, un evolucionista spenceriano del materialismo científico”(Kropotkin, 2009, p. 153). Conjuntamente con estos aspectos, el inventario de valores primordiales de los nihilistas rusos se completaba con la centralidad de la acción directa al servicio del pueblo. Aquí se evidencia un punto de quiebre fundamental respecto de la generación de los “padres”, quienes, desde la perspectiva de los “hijos”, se habían limitado a declamar sus bienintencionadas propuestas en círculos literarios y salones de alcurnia. Pero este posicionamiento, a su vez, conllevaba una premisa implícita. Presuponía la consagración del saber científico como criterio de validación para medir la eficacia y la viabilidad de toda empresa emancipatoria de transformación social. A la destrucción total del tradicional ordenamiento autocrático debía sucederle la edificación de un régimen moldeado de conformidad con patrones científicos, que, asimismo, debía reflejar los verdaderos intereses históricos del conjunto de las clases subalternas (Shirinyants, 2012). Sobre esta base, las desigualdades inherentes a la organización estamental se desintegrarían, dejando lugar como lógico corolario a la nivelación de un organismo social cuyos miembros obrarían en aras del bien común.
Así, la impugnación de los nihilistas no se limitó a apuntar contra el despotismo autocrático, sino que se dirigió igualmente contra la apatía de la generación precedente. Eran ellos, no los literatos democrático-liberales de las décadas anteriores, quienes se presentaban como los auténticos herederos de los decembristas, esto es, de individuos que se habían situado por fuera del ordenamiento sobre el que se asentaba su condición privilegiada con el propósito de intervenir prácticamente y realizar los ideales por los que se habían movilizado revolucionariamente[8]. Consecuentemente, en la llamada “segunda generación de la intelligentsia” se divisan los antecedentes de las concepciones que, como vimos, desplegaron los integrantes de las organizaciones y partidos que intervinieron en el proceso abierto en 1917. No obstante, resta aún dirigir la atención sobre un aspecto de la estructura que, hacia mediados del siglo XIX, operó como determinante histórico en la formación del ethos que signó con su impronta los rasgos generales del ideario revolucionario de las generaciones subsiguientes. Esto conduce a ponderar detenidamente la cuestión de la reconsideración en torno a la figura del raznochinets y de su tendencial unificación conceptual con la noción de intelligentsia.
La publicación de la novela de Ivan Turgenev en 1862, Padres e hijos, reflejó el cambio generacional al interior de los círculos de intelligenty. Su impacto, a su vez, trascendió las fronteras del debate literario. Fue un hecho político. Turgenev, exponente de la nobleza terrateniente –pomeshchik–, retrataba en su obra, a través del personaje de Bazarov, la emergencia de un tipo social novedoso, el nihilista. Se destaca en primer término la condición estamental del personaje. Aun cuando Bazarov lleva el estilo de vida propio de los raznochintsy, él mismo es un noble de segunda generación. Al inscribir a su nihilista en este soslovie, Turgenev procuró poner de relieve que el conflicto fundamental que por entonces se desenvolvía en el seno de la intelligentsia no surgía de diferencias estamentales, no era resultado de una contradicción entre sosloviia, sino que revestía un carácter esencialmente generacional (Prokudin, 2022). El enfrentamiento entre “padres” e “hijos” reflejaba la oposición entre las visiones de las generaciones de 1840 y 1860. El noble Bazarov se sitúa por fuera de su estamento de origen, actúa como un renegado, como un outsider, como un raznochinets, y de este modo, a pesar de su prosapia aristocrática, asume un posicionamiento tan radicalmente opuesto al orden establecido como podría hacerlo cualquier “desclasado”. En otras palabras, el dvoryanin reniega de su condición noble, se sitúa por fuera del ordenamiento estamental y asume voluntariamente la identidad del raznochinets. Es este aspecto el que, desde nuestra óptica, adquiere una relevancia de primer orden.
Ciertos sectores de la joven generación radicalizada denostaron la obra, en la medida en que la concibieron como el panfleto literario de un elemento de la nobleza dirigido a caricaturizarlos a través de la grotesca presentación que se hacía del protagonista de la obra. Por otra parte, Pisarev asumió la postura opuesta en el debate que sobre la cuestión se desarrolló en el seno de los círculos nihilistas. Contrariamente a aquella lectura crítica, Pisarev concibió el personaje de Bazarov como el símbolo del cambio de valores que respecto del orden establecido se estaba produciendo. A través de este héroe moderno, nihilista, Turgenev –aun cuando no fuera sino a su pesar– ofreció al público un poderoso retrato del “nuevo tipo” entregado a la “causa verdadera” –nastoyashcheye delo–, expresión que, debido a la censura, remitía a la lucha de los sectores democráticos contra el ordenamiento autocrático (Prokudin, 2022).
La publicación de Padres e hijos y el debate que la obra suscitó se constituyeron en un registro de los trastornos que atravesaban al entramado social de la Rusia de las Grandes Reformas. Por entonces, no solo se debatían las condiciones en que se llevaría a cabo la emancipación de la servidumbre, sino que aún persistían los efectos de la derrota del ejército –otro pilar del régimen autocrático– en la guerra de Crimea. Repentinamente, los grandes símbolos de la tradicional Rusia parecían desmoronarse. En el seno de las familias de la nobleza, esta crisis se expresó en la desacreditación de la autoridad ante los hijos de una figura paterna que, en la mayoría de los casos, era poseedor de siervos, participaba en el alto mando del ejército o de la burocracia, o revestía ambas atribuciones. Por lo general, el quiebre se consumaba con el alejamiento de los hijos de la nobleza de su entorno originario y en su mimetización con sectores plebeyos, fundamentalmente raznochintsy, con quienes coincidían con un espíritu de camaradería en círculos –kruzhki– y comunas –kommuny– compartidos. En estos espacios en común, el carácter postergado, inseguro, marginal del raznochinets fue revalorizado por una juventud noble que veía en estos rasgos, estructuralmente determinados, el prototipo de la ruptura con un ordenamiento social decadente[9]. Consecuentemente, una figura ya presente en la organización estamental ofreció un modelo de posicionamiento exterior para una generación radicalizada que impugnaba in toto el conjunto del ordenamiento autocrático que la contenía. Igualmente, la condición del raznochinets ya no era motivo de vergüenza o de humillación personal. Situarse por fuera de las modalidades fundamentales de vinculación sistémica constituía el prerrequisito ineludible para oponer un desafío revolucionario al sistema estamental sobre el que se asentaba el dominio de la autocracia.
En la propia ampliación del campo semántico del concepto de raznochintsy se reflejan estas profundas transformaciones. Luego de la década de 1860, la categoría “gentes de rangos diversos” ya no limitaba su alcance a la designación de quienes, por diversas razones, se situaban por fuera de las sociedades de sosloviia reconocidas, sino que comprendía igualmente a los que se colocaban en ese afuera en virtud de un posicionamiento teórico-deontológico rupturista, esto es, a los “raznochintsy debido a su pensamiento”, como era el caso de los nobles renegados que, en virtud de sus puntos de vista, se acercaban a los posicionamientos de los oprimidos (Prokudin, 2022). Más aún, los conceptos de raznochintsy e intelligenty tendieron a confundirse. Significativamente, la historiografía soviética designó a este sector con una expresión que ligaba ambos términos, “raznochinskaia intelligentsia”[10]. Pero este carácter raznochinskiy de la intelligentsia de los años 1860 no reflejaba únicamente un entrecruzamiento de individuos procedentes de diversos orígenes sociales. Esta convergencia ya estaba presente en la generación anterior, como se desprende del testimonio de Belinsky. Tampoco obedecía a una pretendida preponderancia cuantitativa de los elementos raznochintsy en relación con los intelligenty nobles. El nuevo calificativo parece remitir, antes bien, a la óptica de outsider que la nueva generación asumía como precondición de su renuncia al dominio autocrático, óptica que obtenía su modelo de la figura social del raznochinets.
De este modo, en cuanto polo social unificador de elementos que renegaban de toda adscripción de soslovie, la propia noción de intelligentsia resultaba incompatible con el ordenamiento estamental oficial (Malia, 1960). En lo sucesivo, todo proyecto de emancipación social debía descansar en un modelo de sociedad radicalmente opuesto al que sustentaba al ordenamiento autocrático. Y ello, a su vez, presuponía romper con dicho ordenamiento, situarse por fuera del encadenamiento de dominación vertical propio de la autocracia para introducir desde esa exterioridad la conciencia relativa a la necesidad y la posibilidad de instaurar modalidades alternativas, igualitarias, de vinculación social (Ingerflom, 2017a). La evolución del concepto no solo registró el trastocamiento sistémico que implicó la emergencia de una intelectualidad radicalizada, situada por fuera del sistema de soslovnost’, sino que operó igualmente como modelo de revolucionario para las generaciones subsiguientes. Siguiendo en este sentido el planteo de Reinhart Koselleck, el concepto de una intelligentsia-raznochintsy se presenta a la vez como indicador y factor del movimiento histórico (Koselleck, 2009).
Es esta concatenación de factores –que abarca un amplio espectro extendido desde la organización estamental plurisecular del imperio en un proceso de larga duración hasta su conjunción con aspectos sociales y psicológicos procedentes de una coyuntura crítica específica– la que configuró la estructura histórica de determinación del carácter esencialmente externo al orden establecido de la intelligentsia revolucionaria. En este marco los biocosmistas, los bolcheviques y demás expresiones de la intelectualidad radicalizada forjaron sus “armas de la crítica”.
Experiencia vs. expectativa: el desfasaje de las concepciones populares y de la intelligentsia en torno a la emancipación social luego de 1917
Lo expuesto hasta aquí permite abordar desde una perspectiva enriquecida la problemática relativa al distanciamiento entre, por un lado, los proyectos emancipatorios enarbolados por las diferentes fracciones de la intelectualidad revolucionaria en 1917 y, por el otro, las aspiraciones revolucionarias de las masas obreras y campesinas movilizadas. La exterioridad de la intelligentsia decimonónica no solo supuso un posicionamiento por fuera de la dominación vertical que el zar ejercía sobre el conjunto de sus súbditos como precondición emancipatoria, sino que conllevó igualmente el planteamiento de una alternativa de organización socioeconómica concebida por fuera de dicho encadenamiento de dominación autocrática. Por esta razón, la perspectiva de nueva sociedad, desplegada por la intelectualidad militante durante el proceso revolucionario, no se apoyaba en un contenido de experiencia previo. Por el contrario, era una invitación a la movilización revolucionaria en pos de la consecución de un objetivo emancipatorio situado en un horizonte futuro. El socialismo pregonado durante los primeros años del naciente régimen soviético operó, así, como lo que Koselleck (1993) denomina “concepto de movimiento”, esto es, como un factor que debía incidir prácticamente en el desenvolvimiento histórico, aun cuando su propio contenido de experiencia fuese “mínimo o nulo” [11].
Desde el afuera del sistema de soslovnost’, no era posible proyectar una nueva sociedad emancipada que, a su vez, delineara sus contornos fundamentales a partir de una experiencia histórica previa. En cambio, cabe argumentar que buena parte de las organizaciones obreras y campesinas movilizadas aspiraban a una modificación, ciertamente revolucionaria, de la dinámica de redistribución subyacente al antiguo sistema estamental, en virtud de la cual se revirtiera la jerarquía tradicional y pasaran a ser las bases las que ocuparan la posición de privilegio en el circuito de contraprestaciones. Es necesario remarcar en este sentido que, a diferencia de los raznochintsy-intelligenty, los sectores subalternos dedicados a la producción –obreros fabriles, campesinos– no se hallaban por fuera de la lógica redistributiva. Era de esta misma estructura histórica de la que obtenían el material experiencial en virtud del cual proyectar su propia propuesta emancipatoria. El tenor de los reclamos populares al emergente poder soviético da asidero a este planteo.
En una carta escrita a Lenin por una mujer desconocida de la ciudad de Sumy, fechada el 25 de marzo de 1920 y descubierta en el fondo del Narkomprod –Comisariado del Pueblo para la Alimentación–, hallamos el siguiente reclamo:
¡Querido camarada Lenin! [...] te pido que me des una explicación [...] ¿qué significa la prohibición de la libre venta cuando hay bazares? [...] En mi opinión, esta es la razón: como está prohibida la venta libre, significa que todos, sin excepción, deben recibir alimentos en los departamentos de alimentos, y entonces esta es la imagen que resulta: no hay nada en los departamentos de alimentos, y si pasa algo, entonces para conseguirlo hay que dejar la casa a merced del destino y hacer cola desde las 4 de la mañana. Esta crisis se siente especialmente en la ciudad de Sumy, donde no hay absolutamente nada, y todo está disponible en los bazares a precios increíblemente caros, y los comerciantes, aprovechando la prohibición de la venta libre, toman los productos que quieren [...] El pobre proletario trabajador va hambriento al bazar, se para, mira y pasa al departamento de alimentos para ver si consigue algo allí, pero ¡ay! No hay nada allí, y vuelve a casa, donde se encuentra con una familia hambrienta y fría de seis o siete almas de niños y una esposa. Un hombre rico no va a la tienda de comestibles a hacer cola, sino que va al bazar y compra de todo. ¿Qué representa para él? Tiene dinero, especula y su familia le recibe en casa alegre y feliz, porque está alimentada. (...) ¿Qué puede hacer el pobre proletario? O se va honestamente por el poder soviético o se va a especular, contra lo que el poder soviético lucha, y la especulación es necesaria, porque se quiere comer. (Sokolov, 1997, pp. 56-57)
Hacia fines de 1918, en el marco del denominado Comunismo de Guerra, se dispuso que el Narkomprod distribuyera productos básicos a la población comprendida en los territorios bajo jurisdicción del gobierno revolucionario. El Consejo Supremo de Economía Nacional –Vesenkha–, a su vez, proveía al Narkomprod de los bienes necesarios para cumplir con esta distribución. Los productos, procedentes tanto de la actividad industrial como de las confiscaciones efectuadas por el Ejército Rojo, eran resguardados en almacenes del Narkomprod. La distribución era prerrogativa de los comisarios, y ello daba lugar a abusos y a manejos discrecionales. La ciudadanía de la recientemente creada República Soviética debía ser abastecida por esta vía, como plantea la autora de la carta. Sin embargo, advierte, los almacenes estaban vacíos, mientras que las tiendas comerciales privadas –los “bazares”– tenían los bienes faltantes, pero como mercancías, accesibles únicamente para quienes contaran con las abultadas sumas de dinero exigidas por los comerciantes. Con suerte, los obreros accedían a los medios básicos de vida si estaban dispuestos a hacer largas colas a la espera de su entrega en los almacenes. Debido a los exorbitantes precios que, paralelamente, exhibía el comercio privado, el “pobre proletario” solo podía admirar hambriento las mercancías de los bazares, a diferencia de los ricos, ya que ellos tenían dinero y no dependían del suministro de los almacenes. En esta problemática reside el cuestionamiento central de la carta. El régimen que, supuestamente, había coronado al proletariado como clase dominante, no le retribuye de ningún modo. Por el contrario, reproduce las tradicionales condiciones de desigualdad. Quienes debían ser los primeros, seguían siendo los últimos: “¿Qué clase de lucha es ésta para el proletariado, querido camarada Lenin, cuando los trabajadores se mueren de hambre, de frío y de tifus?” (Sokolov, 1997, p. 57).
Puede pensarse que el tenor de la carta refleja las desesperantes condiciones del período de guerra civil. No obstante, el espíritu del reclamo siguió manifestándose en la correspondencia que las clases subalternas entablaron con el poder soviético durante los años siguientes. En 1925, con la relativa estabilidad alcanzada en la Unión Soviética, se había templado la agitación suscitada por el clima de militarización generalizada. Con ello, también, se esfumaban las esperanzas depositadas en el triunfo de la revolución a nivel mundial. ¿Cómo debía ser, en este nuevo marco, el socialismo y, luego, el comunismo soviético? Un desempleado de Moscú, de nombre Mijail Vasilievich Lobkov, ofrecía por entonces la siguiente propuesta:
¿Puede ser realizado el comunismo, es decir, una vida igual o casi igual para todos los ciudadanos de la República? Sí, el comunismo puede ser realizado, aunque no a nivel mundial ni en toda la Unión Soviética, sino para la clase trabajadora y el campesinado de la Rusia Soviética […] Sin embargo, para lograr esto, los comunistas ideológicos, incluidos los comisarios del pueblo, no deben ser nuevos ‘patriarcas modernos’, es decir, no deben destacarse por su educación e inteligencia de los simples trabajadores y campesinos, como se destacaron los primeros patriarcas de los comuneros primitivos. No deberían recibir 192 rublos al mes, no solo cuando había hambre en el Volga y la gente moría de hambre, sino también ahora, y nunca separarse de la masa; de lo contrario, tengo derecho a llamarlos nuevos patriarcas de cualquier comisario del pueblo, porque sé que se asemejan a los primeros patriarcas primitivos […] Es necesario plantear la cuestión ante todo el campesinado y la clase obrera: ¿cómo desean remunerar el trabajo de todos aquellos que no son campesinos ni obreros, mejor que a sí mismos o compartir los bienes de la vida por igual? Y quien teme la igualdad, también teme el comunismo, porque sin igualdad no hay comunismo [¿Por qué no se nivelan los salarios?] Porque los propios comunistas no lo desean. Si lo desearan, los obreros y campesinos bailarían de alegría y se regocijarían los obreros y campesinos de todo el mundo. (Sokolov, 1997, pp. 231-232)
De acuerdo con la visión de Lobkov, el comunismo podía ser realizado en la Unión Soviética. A su vez, desde su perspectiva, este comunismo implicaba “igualdad”, pero no para todos, sino únicamente para los nuevos privilegiados, esto es, “la clase trabajadora y el campesinado”. La dirigencia ya no podía apelar a una legitimación procedente de un plano trascendental, ultramundano, como ocurría con la figura del zar. Los viejos vínculos redistributivos debían redefinirse en términos de una reciprocidad basada en contraprestaciones funcionales de carácter simétrico, encarnadas por individuos igualados en virtud de su pertenencia a la nueva clase gobernante. Los comunistas, esto es, la dirigencia partidaria, no debían “separarse de la masa” a la que pertenecían, ya que su posicionamiento por encima de ella los equipararía con los antiguos “patriarcas comunales”. Si lo hicieran, se distinguirían del resto, colocándose en una posición de privilegio en virtud del poder que les confiere su tarea directiva.
En las manifestaciones populares de descontento hacia el nuevo régimen soviético, es recurrente la comparación con el pasado autocrático. Amparándonos nuevamente en el utillaje teórico de Koselleck, es posible afirmar que se trata del “espacio de experiencia” del cual se valen las clases subalternas para proyectar, sobre la base de la impugnación y reformulación radical de su lógica interna, un “horizonte de expectativa” acorde con sus aspiraciones (Koselleck, 1993). Desde esta óptica, el comunismo implicaba la igualdad entre los otrora oprimidos, así como la reconfiguración del antiguo ordenamiento jerárquico en beneficio de estos últimos. Los explotados, sin embargo, no se hallaban en la cima de la nueva jerarquía. Un obrero moscovita señalaba en 1926 que no existía diferencia alguna entre las personas de antes y las de ahora dado que “como antes, ahora también hay señores y siervos, solo que en otra forma” (Sokolov, 1997, p. 233). Otro trabajador de la provincia de Moscú señaló: “Decían que [con el socialismo] todos serían iguales, pero en realidad, como antes, ahora también, algunos viven bien, otros mal” (Sokolov, 1997, p. 233). Del mismo modo, se desprende de los testimonios la frustración de constatar que, lejos de actuar como simples mandatarios de las bases, la dirigencia comunista no era “igual” a sus representados. “Los comunistas no son nobles –Kommunisty ne dvoryane–, entonces, ¿por qué sus esposas usan sombreros y tienen sirvientes?” denunciaba indignado un obrero; “Díganos”, continuaba, “¿cuál es la diferencia entre un ministro y un comisario del pueblo? Por ejemplo, la esposa de Lunacharsky lleva anillos de diamantes en las manos y oro en el cuello. ¿De dónde viene eso?” (Sokolov, 1997, pp. 231-232).
Pero el alcance de los señalamientos críticos no se limitaba a la denuncia de los privilegios de la dirigencia comunista y la persistencia de la condición paupérrima del grueso de la población trabajadora luego de la Revolución. Veamos en qué medida se evidencia una problemática de mayor profundidad en una carta de febrero de 1927, firmada por Sel’kor P. Ponomarev de la provincia de Stalingrado:
Desde el inicio de la Revolución de Octubre, nuestro partido comunista promueve entre los trabajadores la transición hacia una nueva sociedad comunista. ¡Pero cuánto papel y cuánto dinero gasta el Estado en mantener a los propagandistas, y al final, el papel sigue siendo solo papel! Y estos propagandistas, que se devoran 50, incluso 100 rublos, están dispuestos a realizar el comunismo solo en papel. Todos los funcionarios comunistas aspiran a mejorar su propia situación económica con sus salarios […] Pero ¿qué comunismo es este, cuando cada funcionario y no funcionario se esfuerza por fortalecer su propia hacienda, llenarse los bolsillos? ¿Acaso así se crea una sociedad comunista? ¡No! Así se fortalece la propiedad privada […] Todos notamos que en nuestro país hay una multitud de trabajadores agrícolas, una multitud de desempleados. ¿Cómo convertir al trabajador agrícola en un trabajador libre y no esclavo? ¿Cómo proporcionar trabajo al desempleado? ¡Así! Para que nuestro ejército de trabajadores agrícolas no utilice su fuerza para enriquecer haciendas privadas, que son enemigas de la sociedad comunista, es necesario asegurar empleo para los desempleados y trabajo en beneficio del comunismo. Para lograr esto, es necesario que todos los funcionarios comunistas se comprometan a crear comunas a escala parroquial [volost’], sin importar su profesión, e involucrar en estas comunas a todos los trabajadores agrícolas de la región, y los desempleados deben ser los primeros en recibir una compensación monetaria, como reciben los trabajadores que cumplen un servicio. Con ese dinero, pueden adquirir los materiales necesarios. De esta manera, todos los trabajadores agrícolas y desempleados contribuirán físicamente a la creación de una economía comunal, y el funcionario comunista seguirá siéndolo mientras destine por completo su salario como funcionario a esta economía comunal; si, en cambio, no ocupa un cargo y no recibe un salario, debe participar en el trabajo físico de la comuna […] Solo mediante este comunismo práctico podemos lograr los resultados deseados. Solo mediante este comunismo práctico podemos transformar a la Rusia de la NEP [Nueva Política Económica] en una Rusia comunista. (Sokolov, 1997, pp. 236-237)
El contenido propositivo de la carta encierra un aspecto que se conjuga con la línea interpretativa que hemos desarrollado. Se desprende de su lectura el señalamiento de un punto clave en la lógica de redistribución que las autoridades estaban desconociendo. En cuanto miembros de las clases involucradas en la edificación de la sociedad futura, los obreros y campesinos contribuían con su trabajo. El poder soviético debía corresponder ese esfuerzo, mínimamente, generando las condiciones tendientes a posibilitar la realización de ese trabajo. En lugar de ello, los funcionarios comunistas pervertían esa lógica redistributiva, acumulando para su propio provecho los recursos públicos. De cualquier forma, lo que interesa subrayar aquí es el esquema conceptual del socialismo que, como se desprende de estos testimonios, proyectaban las bases obreras y campesinas. Se trataba de una redefinición radical, revolucionaria de los cimientos sobre los que, hasta la Revolución, se había asentado la dominación autocrática. El poder soviético debía consagrar la posición privilegiada a la que aspiraban las masas movilizadas, retribuyéndoles en concordancia con su recientemente conquistada condición y subyugando a los antiguos opresores. Desde su perspectiva, no se trataba de edificar ex-nihilo un nuevo ordenamiento socioeconómico concebido desde afuera del sistema de soslovnost’, sino de redirigir, en beneficio del conjunto de los explotados, la dinámica de redistribución característica de dicho sistema. La incredulidad, el desánimo y el creciente escepticismo resultantes de este desencuentro de proyectos revolucionarios quedan magistralmente expresados en este testimonio de un trabajador soviético de la época: “¿A quién debe creer un trabajador: al sacerdote o al comunista? El primero nos prometió el ‘reino de los cielos’, el segundo, el paraíso terrenal, pero al final, no vemos ni uno ni otro” (Sokolov, 1997, p. 242).
El “paraíso terrenal” podía, en efecto, conllevar la realización del socialismo, la resurrección de los muertos, la inmortalidad y la conquista del cosmos. Pero todas esas posibilidades se hallaban en un aún lejano “horizonte de expectativa”. La llegada a ese destino “paradisíaco” dependía, desde la óptica de las masas trabajadoras, de la consolidación de un socialismo fundado en una redefinición revolucionaria de los elementos pertenecientes a su propio “espacio de experiencia”. Pero este socialismo no podía constituir el norte de una intelligentsia que, desde afuera, oponía un proyecto concebido como la negación radical de dicha experiencia. A diferencia de las restantes clases subalternas, el reino de la intelectualidad revolucionaria no era de este mundo.
Reflexiones finales
Formada en un contexto sociocultural que le fue desde un inicio ajeno y hostil, la intelligentsia rusa asumió una condición que, en palabras de Kagarlitsky (2006), revistió un carácter trágico. La aceptación de esa exterioridad implicó para su vertiente radicalizada el quiebre total, revolucionario, con el ordenamiento de soslovnost’. Desde mediados del siglo XIX, estos intelligenty habían llegado a la conclusión de que el reino de emancipación social que proyectaban no podía brotar de un mundo en el que imperaba el servilismo autocrático. Desde la óptica de ese afuera, resultaba factible concebir y proponer un proyecto emancipatorio basado en la edificación de una sociedad futura a partir de la consolidación de un poder de nuevo tipo, un “biopoder” capaz de regular científicamente el organismo social. Esta maquinaria permitiría cohesionar internamente a los miembros de la nueva sociedad, eliminando entre ellos toda diferenciación basada en criterios estamentales o de clase, con el fin de realizar los más elevados propósitos de la humanidad. Pese al peculiar contenido de sus propuestas, el proyecto biocosmista participaba del mismo ethos que había inspirado el programa bolchevique. El socialismo, la resurrección de los muertos, la inmortalidad individual, la expansión cósmica del género humano podrían lograrse una vez que se destruyera el mundo al que estos intelligenty no pertenecían. Las masas de obreros y campesinos revolucionariamente movilizados, por su parte, estaban integradas en ese mundo y pretendieron redefinir radicalmente los fundamentos del mismo de modo de resignificarlos bajo el nuevo poder soviético, con el fin de situarse en el polo privilegiado del circuito redistributivo. El desencuentro entre ambas perspectivas luego de 1917 añade un nuevo cariz a la condición trágica de la intelligentsia decimonónica. También contribuye a una mejor comprensión de la dinámica conflictiva que signó en lo sucesivo a la formación soviética.
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[1] Licenciado en Historia, docente en la materia Historia de Rusia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, desempeñando sus estudios de doctorado en el Centro de Estudios de los Mundos Eslavos y Chinos –CEMECH– como becario del CONICET. Ha participado en numerosos congresos y jornadas científicas, publicando igualmente en revistas especializadas trabajos relativos a las dinámicas de interacción entre el proletariado de los principales centros industriales de la Rusia soviética y las políticas programáticas bolcheviques durante la primera década del período post-revolucionario.
ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8288-7503
Correo electrónico: martin_duer85@hotmail.com
[2] En todos los casos, la traducción es propia.
[3] De este modo, el bolchevismo se hallaba en consonancia con la consigna biocosmista de explotar los más recientes desarrollos de la ciencia y la tecnología, amoldándolos –junto con las restantes disciplinas– de acuerdo con los objetivos últimos del movimiento (Svyatogor, 2021a).
[4] Se trata del vertiginoso proceso de transformaciones que Hazard (1988) elocuentemente caracterizó como la “crisis de la conciencia europea”.
[5] Empleamos aquí la noción de redistribución para referirnos a la específica modalidad de vinculación vertical que el poder personal del zar establecía con cada sector social particular, cimentado sobre la base de una instancia central de apropiación de bienes. Seguimos aquí la concepción propuesta por Polanyi (1957), quien define la redistribución como una modalidad de integración socioeconómica fundada en “movimientos de apropiación hacia un centro y fuera de él de nuevo” (p. 251). Esta lógica de desenvolvimiento reproducía una estructura esencialmente fragmentaria, enlazando el estatus de las diversas sosloviia a la persona del autócrata. Como plantea en este sentido Wirtschafter (2006), los privilegios y obligaciones que conllevaban las diversas condiciones estamentales no quedaban objetivamente codificados, sino que podían ser modificados o redefinidos unilateralmente a discreción del autócrata.
[6] Al caracterizar en estos términos a la intelligentsia, partimos de los rasgos identitarios visibles en el grupo de los “hijos” –intelectuales– de los hombres de los años 1840s, esto es, de los intelligenty de la década de 1860 (Confino, 2011).
[7] La línea europeizante, fomentada inicialmente por el proyecto de Pedro el Grande, presagiaba la cristalización de un núcleo opositor. La consolidación de una intelligentsia de tipo europeo en un Estado asiático, señaló en este sentido Kagarlitsky (2006), conllevaba el enfrentamiento entre un sector portador de una cultura de carácter “secular, universalista, humanista y democrática”, y un ordenamiento signado por una ideología “religiosa, estrechamente nacional, antihumanista y, naturalmente, autoritaria.”
[8] El alzamiento de los decembristas puede considerarse la manifestación más saliente de la contradicción inherente al proyecto de modernización de la Rusia imperial, ya que fue protagonizado por los elementos a los que se había encomendado la tarea de fungir como los heraldos de la ilustración europea. Para un tratamiento detallado de la cuestión, véase Çiçek, (2017, p. 110), Figes (2002, pp. 72-73) y Kagarlitsky (2006, pp. 14-15).
[9] Es particularmente revelador el análisis que, en este sentido, efectúa Confino (2011).
[10] Debe advertirse, no obstante, que esta identificación se derivaba de la interpretación que del fenómeno de los raznochintsy ofreció la historiografía soviética. Desde esta óptica, se señaló a este segmento como el componente social del que se nutrió la intelligentsia desde los años 1840. Entre la vasta producción bibliográfica que los historiadores soviéticos generaron en torno a esta temática, véase particularmente Leikina-Svirskaia (1958, pp. 83-104).
[11] Sobre la cuestión de la plausibilidad de su aplicación al caso ruso, véase Ingerflom (2022: 52-53).