VIOLENCIA: UNA CATEGORÍA NECESARIA PARA EL ESTUDIO DE LAS MASCULINIDADES. UNA REVISIÓN CRÍTICA

 

VIOLENCE: A NECESSARY CATEGORY FOR THE STUDY OF MASCULINITIES. A CRITICAL REVIEW

 

VIOLÊNCIA: UMA CATEGORIA NECESSÁRIA PARA O ESTUDO DAS MASCULINIDADES. UMA REVISÃO CRÍTICA

 

Dr. Jonathan Ojeda Gutiérrez

(Escuela Normal No. 4 de Nezahualcóyotl, México)1

Fecha de recepción: 26 de febrero de 2022

Fecha de aceptación: 18 de agosto de 2022

               


      Creative Commons 4.0

Cómo citar: Ojeda Gutiérrez, J. (2022). Violencia: una categoría necesaria para el estudio de las masculinidades. Una revisión crítica. Revista Pares - Ciencias Sociales, 2(2), 153-172.

ARK CAICYT: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27188582/cplgd1jej

 

 

Resumen

Este artículo tiene como propósito discernir sobre la violencia como una categoría que no puede ser alejada del estudio de las masculinidades. Al entender que, la violencia como expresión de lo humano produce cuerpos y subjetividades, por ende, opera en la construcción social del género. En el artículo se expresa que la violencia como parte de la


1Actualmente, es docente a nivel licenciatura en la Escuela Normal No. 4 de Nezahualcóyotl y encargado del Área de Género. Es Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública (2013) por la Universidad Autónoma del Estado de México. Maestro en Ciencias en Socioeconomía, Estadística e Informática – Desarrollo Rural (2016) por el Colegio de Postgraduados Campus Montecillo. Doctor en Ciencias en Ciencias Agrarias (2020) por la Universidad Autónoma Chapingo. Estancia postdoctoral (2021) en el Colegio de Postgraduados, en el proyecto “Género y conflictos socioambientales en torno a la mega y pequeña minería en México” financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Es autor de diversos artículos, sus líneas de investigación versan sobre los estudios de género, masculinidades, paternidad con énfasis en discapacidad y juventudes.

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1110-1160 E-mail: ojedagjona@gmail.com


constitución de lo humano opera a través de marcos normativos que se constituyen como referentes pedagógicos para el aprendizaje de la masculinidad. Asimismo, se propone que reflexionar sobre la masculinidad tiene que hacerse desde una posición política, es decir, como parte de la lucha por la igualdad social. Una de las conclusiones es que la violencia como categoría de análisis no puede alejarse de los estudios de las masculinidades, porque se traducen en reflexiones estériles. Por lo tanto, este artículo es una invitación a pensar la masculinidad como un fenómeno complejo que está escindido por la violencia y así, romper con la obviedad de lo masculino.

Palabras clave: pedagogía de la crueldad, responsabilidad, contrato social, feminismo, marcos normativos.

 

Abstract

The purpose of this article is to discern violence as a category that cannot be removed from the study of masculinities. Understanding violence as an expression of the human, that produces bodies and subjectivities, therefore, it operates in the social construction of gender. In the article it is expressed that violence as part of the constitution of the human operates through normative frameworks that are constituted as pedagogical references to the learning of masculinity. Likewise, it is proposed that reflecting on masculinity has to be done from a political position, namely, as part of the struggle for social equality. One of the conclusions is that violence as a category of analysis cannot be separated from studies of masculinities, because they result in sterile reflections.

Keywords: pedagogy of cruelty, responsibility, social contract, feminism, normative frameworks.

 

Resumo

O objetivo deste artigo é discernir a violência como uma categoria que não pode ser retirada do estudo das masculinidades. Entende-se que a violência como expressão do humano produz corpos e subjetividades, portanto, atua na construção social do gênero. No artigo expressa-se que a violência como parte da constituição do humano opera por meio de marcos normativos que se constituem como referências pedagógicas para a aprendizagem da masculinidade. Da mesma forma, propõe-se que a reflexão sobre a masculinidade seja feita a partir de uma posição política, ou seja, como parte da luta pela igualdade social. Uma das conclusões é que a violência como categoria de análise não pode ser dissociada dos estudos das masculinidades, pois resultam em reflexões estéreis. Portanto, este artigo é um convite a


pensar a masculinidade como um fenômeno complexo que é cindido pela violência e, assim, rompe com a obviedade do masculino.

Palavras-chave: pedagogia da crueldade, responsabilidade, contrato social, feminismo, marcos normativos.

 

Introducción

La violencia de género es una expresión tácita de la destrucción del tejido social, es el malestar en la cultura, pero también es un llamado a erigir un proyecto ético-político para cuestionar la supuesta naturalidad de que nuestras relaciones sociales deben estar organizadas supuestamente en un ámbito violento (Freud, 1992; Esposito, 2009). Por tal motivo, este artículo tiene como objetivo reflexionar sobre la pertinencia de no alejar de los análisis de las masculinidades la violencia, porque es una categoría que permite comprender el uso desmesurado de la fuerza en las relaciones de género. La pertinencia es situarla en su carácter político para producir cuerpos y subjetividades, que son condicionados por marcos normativos que definen ontologías específicas de los sujetos, que a su vez se traducen en jerarquías de género y una división sexual del mundo (Pateman, 1995; Butler, 2009; Inclán 2015, 2018a, 2018b).

El artículo está estructurado en seis partes para explicar los vínculos entre la violencia y la masculinidad. En la primera, se presenta un breve esbozo sobre cómo la violencia ha intervenido en la constitución de lo humano, en la producción de cuerpos, subjetividades e identidades genéricas. Esto para establecer relaciones de poder que restringen la vida (Hurtado 2018, Inclán, 2015, 2018a, 2018b; Esposito, 2009; Arendt, 2006). En un segundo momento, se expone que la violencia, como parte de la constitución de lo humano se expresa a través de marcos normativos que justifican su uso para la reproducción de la vida y que condicionan la existencia del sujeto.

En la tercera parte, se enuncia que el género, al ser relacional y constituirse como algo social, se da en medio de ciertas prácticas pedagógicas crueles que edifican prototipos hegemónicos masculinos, donde la violencia es algo característico (Segato, 2018). En la cuarta y quinta parte se elucida la urgencia de politizar la masculinidad, es decir, tener una actitud crítica frente a las políticas de verdad sobre los cuerpos y la necesidad de romper con la obviedad del sujeto masculino (Figueroa-Perea, 2013). Lo anterior, para salir del marasmo y la pasividad, lo que permite pensar a la masculinidad en su complejidad. Por último, se presentan algunas conclusiones para enfatizar la necesidad de no alejar la violencia de los


estudios sobre masculinidades, para no caer en reflexiones estériles en los análisis y hacer de las reflexiones un acto político.

 

Género y violencia en la constitución de lo humano

La violencia es un rasgo distintivo de la forma social, es una peculiaridad de la historia de la humanidad que interviene en la producción de sujetos y su organización. Para Esposito (2009), en la violencia descansan los cimientos de la sociedad “se podría decir que, desde siempre, los hombres han asociado comunidad y violencia en una relación que para ambos términos es constitutiva” (72). Al ser parte constitutiva de la forma social opera en cada rincón de la vida de los individuos y es un elemento integral del orden político. No puede negarse su incidencia en los asuntos humanos porque se trata de una acción, un medio para alcanzar un fin (Arendt, 2006). Esto, como argumento introductorio, permite hurgar sobre las consecuencias de las acciones violentas en la construcción social del género, en la producción de cuerpos y subjetividades. Para Butler (2006; 2007; 2010), el género se constituye bajo normas violentas para definir lo que es lo humano y no, para hacer habitable o inhabitable la vida del individuo porque funciona como marco de reconocimiento y campo ontológico.

Al constituirse la identidad genérica del sujeto bajo normas restrictivas y violentas, es importante comprender que esta tiene su base en la estructura patriarcal que históricamente ha funcionado como matriz de dominación para justificar la violencia como una acción que define lo humano. Estos marcos normativos elaboran ideales femeninos y masculinos, actúan como parte de la estructura organizativa que define las fronteras sexuales y los lugares que los sujetos deben ocupar por ser mujeres o varones. Este contínuum de la violencia ignora la vulnerabilidad y la precariedad humana, “lo que supone una serie de exclusiones y relaciones de subordinación no solo para las mujeres sino (…) para otros colectivos” (Sabsay, 2011: 33), relacionados con etnia, clase, orientación sexual, discapacidad, entre otras categorías. Dichas categorías son relacionales, sirven para examinar cómo funcionan en el establecimiento de relaciones de poder y dominación, que se ven representadas en las relaciones sociales donde no todos los sujetos y sus cuerpos importan, porque algunos tienen más valor social que otros.

De acuerdo con la lógica patriarcal, el valor agregado dentro de las relaciones sociales depende de si el sujeto es mujer o varón, esto define qué actividades tienen mayor prestigio. En el caso de las actividades masculinas (productivas) realizadas por varones, poseen mayor impacto y relevancia que las de carácter reproductivo, asociadas a las mujeres como una


característica de lo femenino, por ejemplo, el cuidado. A decir de Hurtado (2015), “si este modelo de organización social se ha vuelto hegemónico es porque las relaciones de género han estado entrelazadas a las relaciones sociales de producción” (215). Este contínuum de la violencia en la producción de cuerpos y subjetividades, pasa desapercibido porque es naturalizada y se dan por sentadas en la acción humana.

En términos freudianos la naturalización de la violencia es el malestar en la cultura, es la pulsión agresiva y destructiva para el dominio del otro, su despliegue hace que prevalezca la exclusión y que se vea reflejada en el ejercicio desigual de derechos entre mujeres y varones. De modo que, las normas que produce la acción humana no son benéficas para todos los sujetos y sus cuerpos, que lejos de proteger, lo social es visto como sufrimiento. Entender la violencia como una determinación histórica y práctica humana, permite comprender su operación en el sistema sexo-genérico. Por ejemplo, la precariedad de la vida, condición política donde ciertos sujetos quedan expuestos a la violencia por razones de género. A decir de Inclán (2018), la violencia monta jerarquías que ayudan a sostener y justificar relaciones de poder y subordinación en la organización social. En Butler (2006), es necesario un llamado a la crítica para cuestionar los términos que restringen la vida y así comprender cómo las normas de género son instrumentalizadas para la precariedad de la vida.

El horizonte crítico butleriano en torno a la precarización de la vida no busca únicamente visibilizar el despliegue de la violencia sobre los sujetos, ni aplaudir las diferencias; incita a dar cuenta de que los cuerpos de los sujetos no son entidades cerradas. Son entidades abiertas que anuncian su oposición a la organización política de los cuerpos y a las formas obligatorias que condicionan su existencia. Lo que abre la posibilidad de buscar otros modos diferentes de vida, condiciones que abracen una inclusión y reconocimiento real del otro. La crítica a la precarización de la vida es una acción política para la búsqueda de nuevos consensos, una obligación ética para contrarrestar la violencia normativa que ayude a eliminar discursos dominantes que sostienen la supuesta naturalidad del género (Butler, 2007). Esta perspectiva crítica permite comprender que la precarización de la vida por razones de género solo es una figura ilusoria y violenta, una abyección que busca determinar lo que es inteligiblemente humano y lo que no, una condición política que puede ser contrarrestada.

El problematizar la precariedad es un llamamiento ético a reformular los marcos normativos de género, porque son políticas coercitivas que no proporcionan las condiciones mínimas para la preservación de la vida. Porque “parte del problema de la vida política contemporánea estriba en que no todo el mundo cuenta como sujeto” (Butler, 2007: 54),


esto define la existencia del sujeto y desarrolla relaciones punitivas, que se materializan en los cuerpos y en las subjetividades. Lo anterior, interviene en la constitución de identidades femeninas y masculinas, donde el ejercicio desigual de derechos por nacer y/o vivir como mujer, trans, gay o cualquier otra expresión de lo humano que no concuerde con los marcos normativos hegemónicos, es violentado y justificado por las propias normas que el sujeto ha creado para vivir socialmente. Para Freud (1992), la culpa de nuestra miseria deviene de la práctica humana, de la cultura, donde la violencia paradójicamente es parte integral de la vida que condiciona la existencia y permanencia del otro.

Estos criterios de exclusión y precarización son ratificados por una estructura cultural y política, que crea todo un sistema de pactos de reconocimiento y que naturaliza la violencia de género como una esencia. Para Butler (2007), los marcos de reconocimiento no son universales porque las opresiones de género funcionan de manera distinta en contextos concretos, donde entran categorías como clase y etnia. Dicha complejización permite reconocer y combatir las normas constitutivas de lo humano ancladas a la violencia, que funcionan como instrumento de poder. El género, es utilizado para mantener a flote las estructuras de dominación que niega la posibilidad de una vida llevadera, digna. Esto para entender que, los cuerpos y las subjetividades son constituidas bajo políticas de exclusión que derivan de una matriz de poder y de un contrato sexual-social (Pateman, 1995), que pone a las mujeres y a otros grupos minoritarios en una posición de desventaja frente a otros, por ejemplo, al varón blanco-heterosexual.

 

Marcos normativos y la justificación de la violencia

La violencia es parte constitutiva de lo humano y del presente histórico, tiene efectos y afectos, produce relaciones y corporalidades que la resisten, no como una amenaza, por el contrario, como una “condición de la vida contemporánea”, advierte Inclán (2015: 14). Bajo estos criterios, las relaciones de género han funcionado y se mantienen vigentes, al restringir, regular y producir corporalidades. Son normas que en su reiteración se convierten en una práctica reguladora que es sostenida por marcos que generan ontologías específicas del sujeto (Butler, 2009). Para Pateman (1995), las jerarquías de género y la división sexual del mundo proviene del contrato social que, bajo el supuesto de garantizar y proteger la libertad, justifica la sujeción de las mujeres, excluyéndolas de la cosa pública. Es un contrato sexual-social que promueve y justifica la distribución desigual del poder, mismo que opera en un marco de reconocimiento sobre quién cuenta como sujeto y qué vidas son reconocidas como vidas.


En esta semántica de la organización a través de la violencia “en ocasiones coinciden los signos con los significantes, lo masculino con los hombres y lo femenino con las mujeres, pero no de manera exclusiva. La construcción del significante masculino-violento presupone un significante femenino-violentado” (Inclán, 2015: 20). Pero hay que ser cuidadosos con estos supuestos porque la vulnerabilidad no es algo que defina a las mujeres, son efectos políticos de una mala distribución del poder (Butler, 2017). La relación con la política es porque se trata de un asunto de reconocimiento que puede negarle posibilidades de libertad al sujeto. Es Pateman (1995) quien supone que:

La diferencia sexual es una diferencia política, la diferencia sexual es la diferencia entre libertad y sujeción. Las mujeres no son parte del contrato originario a través del cual los hombres transforman su libertad natural en la seguridad de la libertad civil. Las mujeres son el objeto del contrato. (Pateman, 1995: 15)

De modo que, la constitución de lo humano se da de modo abyecto, por marcos normativos que reproducen la vida y condicionan al sujeto. Dichos marcos imprimen los límites de lo que es correcto o no, de quién cuenta como humano o no, porque aquellos que no cumplan con las obligaciones del contrato serán castigados socialmente y no serán reconocidos como sujetos. El contrato sexual-social situado en la razón indolente patriarcal rechaza otras racionalidades y otras formas de convivencia, que obliga a los sujetos a vivir la diferencia sexual de manera dicotómica, mismas que están justificadas por la repetición ritualizada de la norma como una obligación cultural que define lo ontológico del sujeto y de su andar en el mundo, al negar otras formas posibles de lo humano.

En esta constitución de lo humano y los marcos normativos se producen subjetividades que se materializan en el cuerpo y contribuye a la organización social de la vida. Por ejemplo, esta imposición de obligaciones representa la monstruosidad en que se configura la vida, trae consigo riesgos sociales al dejar al sujeto expuesto a la precarización. El contrato sexual-social como marco normativo admite al individuo como sujeto de derecho, siempre y cuando permanezca al margen, de no ser así caerá en crisis y en riesgo de muerte. Se imponen ciertos modos de ser, opera como un dispositivo disciplinario, arbitrario y coercitivo que interviene en la formación de las identidades femeninas y masculinas. Para Pateman (1995), esta constitución de lo humano es parte del movimiento histórico que establece una supuesta universalidad y naturalidad sobre la construcción del género moderno, cimentado en la heterosexualidad como régimen político.

La heterosexualidad como régimen político condiciona el comportamiento reproductivo de la vida humana, es un sistema excluyente que niega las singularidades del


sujeto. Para Tin (2012), la cultura heterosexual crea modelos ideales femeninos y masculinos que norman el deber ser del sujeto. La imperiosidad de la heterosexualidad “niega toda posibilidad de hablar si no es en sus propios términos” (Wittig, 2006: 49), dificulta la creación de categorías para explicar la realidad concreta e ignora la violencia como parte constitutiva de lo humano. Lo anterior, a través de “discursos abstractos y «científicos» que forman parte de los discursos en los medios de comunicación de masas” (Wittig, 2006: 49). Así, la construcción del género desde este discurso imperante produce significados, corporalidades y relaciones sociales a través de normas restrictivas que constituyen lo humano y la vida, porque atraviesan al sujeto y lo condicionan (Inclán, 2015).

Resulta importante resaltar que la cultura heterosexual y su pretensión de naturalidad establece normas dominantes de género que interfieren en la producción de sujetos y en el disciplinamiento de sus cuerpos. Esto, a través de ciertos usos y costumbres que justifican la institucionalización de la heterosexualidad como única forma de organización social del género. Dichas políticas de imposición designan quién es y quién no es humano, sirven para establecer relaciones de poder, para justificar jerarquías a través de recursos discursivos, y crear los marcos normativos en que se constituye lo humano para justificar la violencia como un recurso para la organización social de la vida.

La violencia a decir de Esposito (2009), tiene una conexión con la constitución de la humanidad y que define la vida cotidiana. Esto, justificado por una historicidad que ha establecido límites materiales, simbólicos y discursivos sobre cómo debe ser el comportamiento humano, incluyendo la organización social del género. Sin embargo, estos límites sociales y políticos tienen la posibilidad de resignificarse porque son resultado de la práctica humana y su imperiosidad no puede determinar lo humano, debido a que la naturaleza no establece normas morales. Desnaturalizar la lógica de la razón indolente patriarcal requiere dejar de justificar a la violencia como una afirmación que determina el lugar que deben ocupar los sujetos. Al contrario, es necesario ser enfático en que la violencia establece relaciones de poder y que se necesita de una actitud crítica para cuestionar aquellas formas ordenadoras que limitan y precarizan la vida.

Para Inclán (2018b), la inestabilidad social está anclada a una cultura de la violencia, es pertinente no dejar que avance de manera exponencial y emprender una lógica de dejar de reproducirla. En nuestro caso, se requiere que la crítica a los marcos hegemónicos de género que definen la identidad masculinidad de los varones y que impacta de manera negativa en la reproducción social de la vida, no esté alejada de la violencia y la crueldad. Así, el género como categoría analítica permite comprender que la vigencia de los marcos normativos que


definen las relaciones desiguales de poder entre mujeres y hombres, es sostenida por una razón indolente androcéntrica y patriarcal. Para De Sousa (2003), el patriarcado es una forma de poder que reproduce formas de intercambio desigual entre los individuos, principalmente contra las mujeres. Por lo tanto, no existe una única forma de dominación, la patriarcal funciona como un mecanismo que permite continuar con el orden y con la naturalización de las jerarquías para que nada cambie. A decir de Segato (2018), la vigencia del sistema patriarcal se mantiene gracias a estrategias pedagógicas situadas en la crueldad, donde la repetición de la violencia produce la normalización de las identidades femeninas y masculinas, así como la cosificación de la vida.

 

Masculinidad y crueldad

Los estudios de las masculinidades desde el enfoque de género y el feminismo, han situado a los varones como sujetos genéricos, esto evoca a reflexionar sobre la masculinidad como campo de estudio y de interés social. Se inauguran preguntas sobre aquello que se asumía como obvio, la masculinidad y el ser hombre, como una identidad inamovible. La masculinidad bajo sospecha desde el feminismo y el género, es una provocación para comprender que la vigencia de los marcos normativos de género está asociada al poder y a la dominación, que otorga un lugar protagónico a los varones para ejercer violencia. Dicho lugar tiene que ser cuestionado desde los patrones sociales que moldean la masculinidad y uno de estos es la violencia. No reconocer la violencia dentro de las reflexiones críticas en torno al aprendizaje o socialización de la masculinidad en los hombres, es solo un ejercicio estéril, porque niega el despliegue histórico de la violencia en la configuración de identidades masculinas situadas en la crueldad.

Segato (2018) indica que, el patriarcado permanece porque la masculinidad está más próxima a la crueldad debido a que produce sujetos masculinos a partir de la violencia y los coloca en una posición prestigiosa en la sociedad. Esto le permite al orden patriarcal mantener su vigencia porque al configurar cuerpos y subjetividades, hace que se cristalice como única forma de organización social. De este modo, el sujeto masculino aprende a ser hombre en medio de la violencia, a través de estrategias pedagógicas donde gravita la edificación del poder y la desigualdad social. Segato (2018), denomina esto como pedagogía de la crueldad, proceso de enseñanza-aprendizaje donde la violencia es parte del entrenamiento de la vida del sujeto masculino, lo que permite continuar con la reproducción del sistema patriarcal, en donde se cosifica la vida y el otro no importa.


La masculinización de los hombres se da en medio de exigencias violentas, donde el dolor y el sufrimiento están presentes, pero son ignorados porque el mandado de la masculinidad exige obedecer sin oponerse. Al anclar las reflexiones de la masculinidad con la crueldad y la violencia, devela que aprehender y aprender a ser hombre es una carga social que aliena al sujeto masculino, al inducirlo al olvido de mismo y que utiliza su cuerpo como un medio para reproducir el sistema patriarcal. Lo anterior, devela que el cuerpo de los hombres es explotado, no les pertenece como se le ha hecho creer porque la imperiosidad de los marcos normativos les obliga a olvidarse de mismos. Esto, para cumplir cabalmente con las exigencias que el mandato de la masculinidad demanda y así, ser reconocidos como parte de la cofradía masculina. La finalidad, es exhibir que la crueldad es un recurso que atraviesa los cuerpos de manera distinta y que el de los varones es utilizado como instrumento para garantizar el orden patriarcal.

Al asociar la masculinidad con la crueldad, no es con el afán de sostener el significante masculino como violento y el significante femenino como violentado (Inclán, 2015), sino expresar que se trata de un problema estructural. En el cual, la reiteración forzada de las normas deja a la luz que la materialización del género, es inestable y que necesita ser regulado constantemente para justificar su existencia. De modo que, la repetición de la violencia es para demostrar su naturalidad y la crueldad como una estrategia para mantener el orden (Butler, 2002; Segato, 2018). La crueldad condiciona actos particulares de la identidad del sujeto masculino, define el comportamiento y la construye a través de la privación de su propia vulnerabilidad, que se traduce en la institucionalización del olvido de sí mismo, manifestándose como cuerpos cerrados (Butler, 2017).

A esta institucionalización del olvido de sí mismo, Figueroa-Perea lo define como la obviedad del sujeto, “ya que algo o alguien que se asume como obvio puede que acabe siendo una entidad extraña o enajenada para sí mismo, ya que no necesita nombrarse para ser reconocido por mismo” (2013: 375). Es decir, la masculinidad como elemento ontológico no requiere nombrarse para existir, busca mostrarse para justificar su estar y su ser. El sujeto masculino para conservar su estatus, necesita conquistar el poder por medio de superar pruebas y desafíos, aunque esto contemple la muerte. Para Segato (2003), es ahí donde el sujeto recurre a la violencia para mantener el estatus masculino, porque existe la posibilidad de perderlo, por lo tanto, la reiteración de la norma es útil y el medio para lograrlo es el uso de un lenguaje violento de conquista para la preservación activa de un valor, el masculino.

El carácter pedagógico de la crueldad promueve “actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas” (Segato,


2018: 11). En el caso de la masculinidad, tiene un efecto moralizador que justifica la subordinación de las mujeres y otros grupos minoritarios, donde se puede incluir la masculinidad homosexual y transgénero. Para Valencia (2014), el sistema político patriarcal se mantiene vigente a través de la reproducción del ciclo de la violencia y que persiste gracias a su hipervisibilización. Es decir, la violencia como producto y espectáculo que indica que vivimos en un mundo donde las cosas son más importantes que las personas, ya que las tratamos como cosas. La cosificación del ser humano plantea quién puede vivir y quién debe morir, se trata de la mediatización de los cuerpos y de las subjetividades. Por tal motivo, la dominación masculina que coloca al varón como eje de referencia, requiere de la explotación de su cuerpo para comunicar que el orden natural de las cosas se sustenta en la violencia.

En este planteamiento de la cosificación de lo humano sobre quién puede vivir y quién debe morir, se puede argumentar que en las relaciones de poder de género está inmersa la necropolítica. Para Mbembe (2011), la necropolítica expresa que la muerte es la última expresión de la violencia que se traduce en el control sobre la mortalidad y manifestación del poder. En el caso de la violencia contra las mujeres y el feminicidio, es la clara expresión del derecho a hacer daño y matar, de la permisibilidad de aniquilar al otro. Sagot (2013), define que la necropolítica del género, es aquel donde los varones tienen la soberanía de desechar cuerpos de mujeres para mostrar su agresividad y comunicar su poder. Por estas razones, no se puede desanclar de los análisis sobre la masculinidad la violencia, porque opera en todos los ámbitos, desde lo familiar hasta en escenarios del comercio sexual. Debido a que la socialización del género en los varones está atravesada en mayor o en menor medida por la violencia, el género funciona como una tecnología del poder para ejercer el control sobre los otros.

El sujeto masculino hace de la crueldad una ética para comunicar el terror de la muerte real y justificar el discurso de la subordinación del otro. En esta mediatización de los cuerpos, Butler (2010) refiere que, “hay sujetos que no son completamente reconocibles como sujeto, y hay vidas que no lo son del todo -o nunca los son- reconocidas como vidas”

(17). Ejemplo de ello, el feminicidio, producto de la violencia donde el cuerpo de las mujeres no importa, expresión absoluta de la dominación sobre los otros y de la producción de cuerpos inertes. Por estas y otras razones, las reflexiones sobre la masculinidad y los varones necesitan situarse en una crítica real, que interrogue a aquello que se presenta como verdad y no caiga en una simple simulación. Esto significa apelar a la responsabilidad para no perder nuestra condición humana, un llamamiento ético-político para reconocer que el problema de


la violencia de género no es exclusivo de las mujeres, también de los varones, y así dejar de justificar las relaciones de poder y dominación como algo natural.

 

Masculinidad, crítica y responsabilidad

El repensar la masculinidad desde un horizonte crítico es un acto ético-político, un llamamiento a la responsabilidad que requiere de politizar aquello que se nos presenta como algo inamovible. Es cuestionar la posición prestigiosa que otorga la masculinidad a los varones. En un sentido estricto, la crítica a la masculinidad no debe ser sobre qué hacer, pensar, sentir u opinar, al contrario, se debe desempeñar una práctica reflexiva que cuestione los modos de vida y que ponga en crisis “las certidumbres adoptadas como válidas y también cuestionando los pilares en los que descansa la sociedad”, como advierte Ávalos (2016: 26). La crítica a la masculinidad tiene la intencionalidad de que el ser humano obtenga conciencia de lo que concibe en la vida, que permita salir del marasmo y de la pasividad que lo atrapa. Repensar la masculinidad desde un horizonte ético en un llamamiento a cultivar otras formas de ejercerla, alejada de la violencia.

Ahora, politizar la masculinidad implica la búsqueda de nuevos consensos para contribuir a erradicar la violencia de género, porque no puede ser entendida sin los varones y la masculinidad, debido a que la violencia se ha constituido como parte de los campos ontológicos. Para Butler (2010), es necesario apelar a la responsabilidad porque responsabilizarse del otro es permitir la acción de otros sobre mí, es “una reflexión crítica sobre esas normas excluyentes por las que están constituidos determinados campos de reconocibilidad” (61). Este llamamiento ético-político es para transformar los órdenes sociales que hacen que el género esté al servicio de ciertos intereses (políticos y económicos), por lo que en la responsabilidad se encuentra la posibilidad de la reivindicación del sujeto frente a la subordinación. Este llamamiento es una necesidad para no sostener la violencia como campo ontológico en que la identidad masculina históricamente se ha constituido y así, no seguir alimentando la matriz de poder.

La práctica reflexiva sobre la masculinidad como campo de estudio sin un carácter crítico, es solo una simulación que alimenta ficciones de los supuestos cambios del paradigma masculino. A decir de Valencia (2018), esto es riesgoso porque pareciera que los varones son cada vez menos machos y/o machistas, pero en realidad se trata de un efecto cosmético que oculta prácticas violentas que no son reconocidas como tales por los propios sujetos masculinos. Es decir, comprender la masculinidad es un acto político que implica problematizarla como un fenómeno complejo que necesita ser revisado y no ser alejado de


la responsabilidad. Al otorgarle este carácter político es posible reformar el orden social para buscar el bien común con base en el recurso de la razón. Politizar la masculinidad es anclarla no solo a la responsabilidad para que no se pierda la dirección de orientación de decir la verdad sobre aquello que aprisiona al sujeto. Colocar a la masculinidad desde un carácter político es hacer énfasis en la búsqueda de nuevos consensos para contrarrestar las brechas de género que involucran también a los varones y desafiar el orden patriarcal que actúa como orden moral.

La crítica a la masculinidad involucra la ruptura con la obviedad y con la posibilidad de que los varones se reconozcan como dañados, pero no como víctimas porque esto podría tergiversar las acciones que buscan cambios significativos (Figueroa-Perea, 2013). Para Butler (2010), el sujeto dañado emprende una lucha moral para reconocer que no se es libre, ni tampoco que se puede prescindir de la historia de su formación en la violencia machista, por poner algún apellido. Así, la responsabilidad se vuelve un llamamiento ético-político para la búsqueda de cambios significativos, una ruptura con la violencia en la cual como sujetos masculinos nos hemos formado y conducido en nuestro andar en la vida. Asumir la responsabilidad como una necesidad ética es una crítica a aquellos regímenes de poder que imponen ciertos modos de ser, es apelar a la colectividad sin dejar de lado las singularidades. La emergencia de un nuevo imaginario político empatado con la responsabilidad, presenta a la igualdad como una crítica al individualismo donde cada cuerpo y sujeto es digno de vivir una vida plena. En el pensamiento butleriano el cuerpo nace al margen de una estructura política de poder que restringe, precariza y vulnera la vida del sujeto, al dejarlo expuesto a la violencia. Esta exposición a la violencia es diferenciada si recordamos que no todas las vidas cuentan como vidas, ni todos los cuerpos son dignos de ser llorados, esta discrepancia en el caso de la conformación del género es justificada por el contrato social- sexual. Para dicho contrato la figura primaria y fundadora de la forma social es masculina, de modo que, tiene sentido que se trate de una ontología corporal que es siempre social, donde la violencia es origen y esencia de la ley. Para Butler (2021), se trata de una fantasía, de una posible violencia inaugural donde el “hombre” y la masculinidad se definieran a mismos

en una falta de dependencia, donde el otro no importa.

Este llamamiento a la responsabilidad sobre lo masculino es para pensarnos fuera de lo dado, de lo obvio, de reconocernos como varones como sujetos precarios y vulnerables, pero no como víctimas. Al interrogar aquello que se nos presenta como verdad, “surge el dilema ético de cómo vivir la violencia de la historia formativa de uno, cómo efectuar cambios e inversiones en su reiteración” (Butler, 2010: 233). Repensar la masculinidad en el


carnaval de la violencia, exige reorientar el pacto masculino hacia horizontes éticos y reconocer que vivimos en una atmósfera con un potencial dañino, que afecta al sujeto masculino. Es buscar destruir las imágenes negativas que definen el ejercicio de la misma para dejar de lado que es algo intrínseco. El politizar la masculinidad es una forma de protesta sobre el peligro del pacto masculino, que considera el cuerpo de las mujeres como reemplazables y una propiedad. Asimismo, para develar las jerarquías masculinas porque se trata de un pacto que es intergenérico e interclasista donde solo ciertos sujetos masculinos son dignos de poder.

En Amorós (2005), es necesario la denuncia de la violencia patriarcal para incitar a la reflexión que permita crear un proyecto político donde la categoría de género sea clave para una crítica al androcentrismo que impera como forma de organización social. La crítica a las hegemonías de poder masculino es para apelar a que la violencia no tiene por qué definir el ejercicio de la masculinidad, ni los modos de ser en el mundo que cancelan la alteridad.

La masculinidad como categoría de análisis feminista y de género, no se tiene que traducir en un supuesto “odio” hacía los varones, es verla en su dimensión política para la búsqueda del bien común. A decir de Connell y Messerschmidt (2021), problematizar el carácter hegemónico de la masculinidad es con la finalidad de reconocer claramente la urgencia de democratizar las relaciones de género para abolir las asimetrías de poder. No solo es describir las formas en que se reproducen las jerarquías de género, la idea es comprender que se trata de una categoría de análisis de carácter histórico.

 

Pensar la masculinidad: una lucha política por la igualdad social

En la década de los setentas, Kate Millet público su libro Política sexual, obra significativa para el pensamiento feminista, ahí discute que la categoría de sexo, ahora entendida como género, tiene una connotación política porque permite analizar “las relaciones de poder en un terreno menos convencional que aquel al que estamos habituados” (Millet, 1995: 68). Ese terreno no convencional es lo privado, de ahí que cobre sentido lo personal es político, una intervención directa sobre la vida cotidiana que apela a lo individual y a lo colectivo. Lo personal es político, es una lucha política por la igualdad social que cuestiona lo obvio. Se trata de una denuncia contra la supremacía masculina, la división sexual y las asignaciones sociales que suponen como naturales los lugares que deben ocupar los sujetos y sus cuerpos de acuerdo con su sexo. La crítica a esa política sexual que ha definido las fronteras de las relaciones sociales de la civilización contemporánea es expuesta como una


ficción porque su supuesta naturalidad descansa en la aprobación de un sistema de valores, cuya cualidad no es biológica, es cultural.

Una lectura de lo personal es político en torno a la masculinidad es otorgarle esa carga política, que necesita ser revisada para sacarla del marasmo, que permita pensarla fuera de todo esencialismo y elementos preestablecidos. El feminismo ha dado ejemplo sobre la necesidad de una crítica contra las bases que legitiman la desigualdad social por razones de género. A decir de Fabbri (2013), el feminismo se ha alzado contra la violencia para comprender la complejidad de los mecanismos y las formas de dominación del patriarcado, que también afecta a los hombres. Esta crítica hacía las bases que legitiman la desigualdad por razones de género no puede ser entendida sin la masculinidad, los varones y la violencia, esta última porque afecta las relaciones sociales. Bajo estos criterios, la violencia de género es entendida como un problema estructural que afecta de formas distintas a mujeres y hombres.

Al repensar la masculinidad desde el horizonte ético del feminismo implica plantearse otras formas de socializarla, inscrita en una pedagogía de género alejada de la crueldad y la violencia. Se trata de un cuestionamiento sobre cómo hemos aprendido a ejercerla y cómo la hemos socializado en medio de una vorágine de violencia. Sin embargo, la tesis sobre que los hombres son las primeras víctimas del mandato de la masculinidad no debe ser tergiversada (Segato, 2018), porque asumirse como víctimas es justificar la violencia como un efecto secundario. Al contrario, debe entenderse como un llamado para revisar el ejercicio de la masculinidad en relación con los otros y con uno mismo, es decir, la búsqueda de otras formas de existir. Al plantearse la necesidad de cuestionar la masculinidad, es con la intención de romper con lo que se nos ha presentado como obvio y poner atención que en medio de aquello que no necesita nombrarse, acaso afirmarse a través de acciones, se esconde la amenaza y el daño, donde el cuerpo paga el precio.

Al problematizar la masculinidad, no significa que el sujeto masculino esté obligado a asumirse como aliado, simpatizante o como feminista. Al contrario, es apelar a la responsabilidad y a la necesidad de hacerse responsable de sus violencias. El repensar el ejercicio de la masculinidad no debe estar situado en la reproducción de un discurso progresista, retórico y/o cosmético, donde el sujeto masculino se crea exento de repensar el ejercicio de su masculinidad por el hecho de no ejercer violencia física.

Para Butler (2020), situar a la violencia solo en su expresión física es negar su pertenencia a una estructura más amplia, porque se corre el riesgo de ignorar otras violencias como las lingüísticas, psicológicas, simbólicas, emocionales, institucionales, étnicas, de clase,


entre otras. Estas violencias son relacionales en la configuración de las identidades masculinas, además de confabular en el establecimiento de las reglas no escritas del pacto patriarcal y de la organización social de la masculinidad (Connell y Messerschmidt, 2021). Por tal motivo, es necesario ser enfático con la posición crítica hacía con la masculinidad que debe ser provocadora e incómoda, por eso tiene sentido el carácter ético y político para conectar con la construcción de un nuevo imaginario igualitario. Es decir, poner en conflicto los privilegios que vive el sujeto masculino con toda naturalidad (Azpiazu, 2017).

Se podría argumentar que, la crítica a la masculinidad desde una mirada butleriana, es una oposición al poder donde surge la propuesta de practicar la no violencia; misma que no debe ser ingenua, por el contrario, consciente del potencial destructivo de los marcos normativos que rigen la vida (Butler, 2010; 2020). Para Butler (2020) la fuerza de la no violencia requiere de la práctica de oponerse a las formas biopolíticas en que operan las estructuras de poder, en este caso a través del género. La crítica sobre la masculinidad debe conectarse con un carácter ético-político para evitar las consecuencias de la violencia y afirmar que todas las vidas son dignas. Repensar de manera crítica la masculinidad es contribuir a romper con “el horizonte de este destructivo imaginario en el cual hoy tienen lugar tantas desigualdades” (Butler, 2020: 48). Es resignificar aquello que nos amenaza y asumir la responsabilidad para hacerlo posible.

La necesidad de un imaginario igualitario requiere de alejarnos de la hostilidad de las formas violentas en que hemos construido lo masculino y que por más difícil que parezca la lucha contra la violencia, es ineludible asumir una responsabilidad para salir de la quietud. Esto para enfatizar que no se trata de un determinismo porque se puede cambiar el curso de la acción, ya que el sujeto tiene la capacidad de agencia para buscar nuevos consensos. Lo anterior, radica en la posibilidad de resignificación de lo ya establecido desde una postura ética. Una alternativa a esto, es que el sujeto masculino se responsabilice, rompa con la complicidad del pacto masculino, ponga a debate los privilegios y emprenda la búsqueda para así tener la posibilidad de recuperar nuestra sensibilidad humana (Segato, 2018). Frente a la normalización de la violencia debemos ser sensibles para que la precarización de la vida sea minimizada, por lo que se hace necesario perseguir la no violencia de manera consciente y apasionada.

Para hacerlo, se requiere de paciencia crítica para buscar vínculos a favor de la igualdad e indicar que las vidas nos unen ya que estamos en una interdependencia, porque esto puede “explicar la manera en que un yo está implicado en la vida del otro” (Butler, 2020:


14). La búsqueda de un imaginario igualitario en torno a la masculinidad, bien podría pensarse como un beneficio individual, pero decanta en lo colectivo.

La no violencia debe ser vista como una forma de estar en el mundo, una búsqueda y lucha constante por empatar la igualdad, la libertad y la justicia. Se ha de convertir en una norma moral que sea la base de las relaciones entre unos y otros, que honre los lazos sin los cuales no podemos vivir (Butler, 2019). En esta búsqueda de la no violencia, los varones debemos romper con el pacto de hermandad masculina, denunciar los actos violentos y cambiar los propios, lo que significa apelar a la responsabilidad con el otro y exigir de nosotros una respuesta ética frente a la hostilidad de las pedagogías masculinas sustentadas en la crueldad.

 

Conclusiones

El artículo propuso analizar la pertinencia de no alejar la violencia de las reflexiones sobre masculinidad, una categoría que está ligada intrínsecamente a los procesos de socialización de género de los sujetos. Se expusó que la violencia es parte de la constitución de lo humano y por consecuencia del género, porque se trata de un rasgo distintivo de las formas sociales. La constitución del género por medio de la violencia funciona como una herramienta de poder que posibilita conservar estructuras de dominación, coadyuva a producir cuerpos y subjetividades, donde lo masculino impera sobre lo femenino. Es decir, la violencia es útil para restringir y regular la vida de los sujetos, se entiende que tiene un carácter histórico que permite comprender que el género, es el resultado de la práctica humana. Esto permite romper con las falacias reduccionistas de lo masculino y femenino, el primero como el dominante y el segundo, como dominado.

Por otro lado, se explica que el género como expresión de lo humano funciona como marco normativo a través de la violencia, mismo que tiene efecto en la precarización de la vida. Los marcos normativos como condición política, justifican que mujeres y hombres queden expuestos a la violencia por razones de género. Dicho marco normativo está sustentado por un contrato sexual-social que define las fronteras de los compartimentos de los individuos y su acceso a ser sujetos de derechos. Esto significa que el género desde una mirada reduccionista, es instrumentalizado como marco de reconocimiento para mantener al margen a todos aquellos sujetos que se piense fuera de ellos. De modo que, el género tiene una carga de poder político que funciona como dispositivo disciplinario y coercitivo para definir identidades femeninas y masculinas. Actualmente, quiénes se atrevan a pensarse fuera


de los marcos normativos quedan expuestos a la violencia, se convierten en cuerpos precarios y vulnerables.

Pensar la masculinidad fuera de la violencia es hacer reflexiones estériles sobre las problemáticas reales que acontecen en la vida del sujeto masculino, la idea es dar cuentas de cómo la violencia nos escinde, nos condiciona y nos anula. Pensar la masculinidad críticamente es una posición política para la búsqueda del bien común, es hacer público los malestares de la cultura para denunciar que las normas que deviene de la práctica humana condicionan nuestra existencia y la aprisiona. La pertenencia de denunciar, es visibilizar que la violencia de género es intra-género, es decir, entre varones, donde opera el mandato de la masculinidad a través de una pedagogía cruel que enseña cómo ser hombres desde el dolor, el miedo y la rabia. Enunciar los costos sociales, no es con la finalidad de situar al sujeto masculino como víctima, es hacer explícito los beneficios que proporciona pensarnos desde otra lógica empatada con la ética.

Para finalizar, este artículo tuvo la intención de problematizar la masculinidad fuera de lo obvio, que en palabras de Oscar de la Borbolla (2015), la obviedad se presenta como una cárcel para quiénes obedecen a ella, que establece una forma de comportarse y ser en el mundo. Romper con la obviedad permite dar cuenta que la violencia trae como consecuencia precariedad y vulnerabilidad no solo a las mujeres, ni aquellos cuerpos que viven fuera de los marcos normativos, también a los hombres y su subjetividad. Este texto es una invitación a no alejar las reflexiones sobre la masculinidad de la violencia, que coadyuve a combatir las normas constitutivas de lo humano ancladas a la violencia y liberarse de la moral opresiva que funcionan como instrumento de poder. Porque el género como instrumento de poder es utilizado para negar la posibilidad de una vida llevadera, es decir, digna.

 

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