Dra. Ana Vidal[1]
(Universidad Nacional del Sur, Argentina)
Fecha de recepción: 7 de octubre de 2021
Fecha de aceptación: 19 de noviembre de 2021
RESUMEN
En los años setenta desarrolló su labor en Argentina un conjunto de grupos teatrales que, atentos al escenario de radicalización política, pusieron su arte al servicio de consignas y agrupaciones modificando radicalmente sus dispositivos de creación y asumiendo diversas maneras de compromiso militante.
El artículo se propone revisitar la producción historiográfica acerca de estas prácticas de “teatro militante” desde su inmediata clausura hasta el presente, teniendo en cuenta sus contextos de producción, sus elecciones metodológicas y los ejes centrales de su indagación, con el objetivo de valorarla críticamente y señalar áreas de carencia en vistas a futuras investigaciones.
Palabras clave: teatro militante, arte, política, historia reciente, Argentina.
ABSTRACT
In the 1970s, a set of theater groups developed their work in Argentina that, attentive to the scenario of political radicalization, put their art at the service of slogans and groups, radically modifying their creative devices and assuming various forms of militant commitment.
The article proposes to revisit the historiographic production about these “militant theater” practices from its immediate closure to the present, taking into account its production contexts, its methodological choices, and the central axes of its inquiry, with the aim of critically evaluating it and point out areas of deficiency for future research.
Keywords: militant theater, art - politics, recent history, Argentina.
RESUMO
Na década de 1970, um coletivo de companhias de teatro na Argentina desenvolveu seu trabalho atendendo o cenário de radicalização política e colocando sua arte a serviço de slogans e outros coletivos, modificando radicalmente seus dispositivos criativos e assumindo diversas formas de engajamento militante.
O artigo se propõe a revisitar a produção historiográfica sobre essas práticas do “teatro militante” desde seu fechamento imediato até a atualidade, levando em consideração seus contextos de produção, suas escolhas metodológicas e os eixos centrais de sua investigação, com o objetivo de avaliá-la criticamente e apontar áreas de deficiência para pesquisas futuras.
Palavras-chave: teatro militante, arte, política, história recente, Argentina.
Cómo citar: Vidal, A. (2021). El “teatro militante” de la década del setenta en Argentina: debates y agenda. Revista Pares, 1(2), 145-174.
INTRODUCCIÓN
El período de tiempo que se extendió entre el “Cordobazo”[2] y la “derechización del tercer gobierno peronista”[3] a mediados de la década del setenta fue testigo de un proceso de radicalización artística que, íntimamente articulado con el panorama de movilización social, cuestionó desde la práctica los sentidos comunes atribuidos al arte y la política.
Si bien en nuestro país existió una extensa tradición de arte militante vinculado, entre otros, al movimiento ácrata, el socialismo, el comunismo y el peronismo en la primera mitad del siglo XX, en los años sesenta-setenta varios colectivos artísticos con o sin trayectoria previa, actualizaron esta problemática dotándola de un cariz particular por los altos grados de participación y visibilidad, y por la asunción de formas específicas de militancia en las organizaciones de la llamada “Nueva Izquierda”[4]. Una de las disciplinas en las que se hizo evidente el surgimiento de un sector radicalizado fue el teatro. Nos referimos, puntualmente, a experiencias como las de los grupos Octubre, Once al Sur, Machete y el Centro de Cultura Nacional Podestá en Buenos Aires, Libre teatro Libre de Córdoba, Teatro popular de Viedma, Río Negro, los conjuntos Arlequín y posteriormente Los Comediantes y Los Laburantes en Mendoza, así como los grupos Teatro popular Eva Perón y Alianza de Bahía Blanca, todos ellos, parte del movimiento de “teatro militante” de los años setenta en Argentina.
De esta forma, en el teatro y en otras disciplinas artísticas individuos y colectivos modificaron sus prácticas con la finalidad de convertirlas en dispositivos políticos, delineando un espectro rico por la diversidad de los procedimientos estéticos, los modos de encuadramiento y de acercamiento a los públicos. Estas experiencias fueron clausuradas o radicalmente modificadas alrededor del año 1974, bajo el influjo del accionar violento de los grupos paraestatales de la derecha sindical, en tanto que sus integrantes fueron blanco del plan sistemático de represión impulsado por las Fuerzas Armadas durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica.
En tanto objeto historiográfico, el “teatro militante” permite echar luz sobre el extenso debate de las relaciones entre arte y política, al tiempo que da lugar a la producción de miradas atentas a la complejidad en el abordaje de las experiencias de la militancia de izquierda de los años sesenta y setenta, revelando facetas habitualmente no reconocidas o poco valoradas pese a su importante visibilidad y hondo impacto en los protagonistas en su momento de realización. Sin embargo, y según puede verse en el derrotero de la investigación local hasta el presente, el análisis de las prácticas teatrales militantes aún se encuentra en una fase inicial y en algunos casos ha tendido a omitir importantes dimensiones propias del objeto.
Por todo ello, el presente artículo se propone historizar los aportes de investigación sobre el “teatro militante” de la década del setenta en Argentina, sistematizando el análisis a partir del reconocimiento de los principales agrupamientos académicos, las líneas y supuestos que los sustentan, para abrir preguntas acerca de las cuestiones y dimensiones que aún resta analizar[5].
ENTRE LO SOCIOLÓGICO Y LO BIOGRÁFICO: LECTURAS DE LA RADICALIZACIÓN ARTÍSTICO POLÍTICA POR SUS PROTAGONISTAS
La reflexión acerca de las prácticas artísticas militantes de los años sesenta y setenta en Argentina comenzó en los años inmediatamente posteriores a la clausura de la mayoría de estas experiencias y tuvo un desarrollo que corrió en forma paralela a las indagaciones sobre la militancia revolucionaria[6], con las cuales estableció un mayor o menor nivel de diálogo en diferentes momentos.
Los primeros aportes fueron publicados en artículos dispersos elaborados por intelectuales exiliados. En dicho corpus se destaca por su extensión y por la exhaustividad en la inclusión y articulación de fuentes primarias y secundarias, el libro del sociólogo argentino Néstor García Canclini[7] (1977), dedicado al estudio y valoración de diferentes experiencias de arte militante (en múltiples disciplinas) a partir del análisis de documentos publicados por los colectivos artísticos en articulación con bibliografía muy actualizada proveniente de la tradición marxista clásica y revisionista europea y latinoamericana (escritos de Karl Marx, Frederic Engels, Antonio Gramsci, Bertolt Brecht, Roland Barthes, Pierre Bourdieu, Ángel Rama, Juan Acha).
Canclini afirmaba que los aspectos simbólicos eran fundamentales en la instauración del poder revolucionario y que por ende, la práctica artística podía y debía “contribuir a la liberación social” desarrollándose en articulación directa con movimientos políticos (1977: 267). Por otro lado, el autor estableció como modelos el arte militante elaborado en Cuba a partir de la Revolución de 1959 y en el Chile de Salvador Allende (1970-1973), en tanto que sostuvo que el máximo nivel de eficacia revolucionaria se obtuvo en las prácticas que tendieron a la socialización de los medios de producción artística. En este sentido, si bien su trabajo integró novedosos aportes provenientes de la Estética y la Sociología del Arte, los resultados repitieron las interpretaciones que sobre el arte militante elaboraron los propios protagonistas.
El trabajo de Canclini solo tuvo condiciones de aparición en el exilio, puesto que en Argentina, la política de represión cultural implementada durante la última dictadura militar cortó de raíz la reflexión acerca de estos temas. En un panorama signado por la persecución y represión ilegal de las organizaciones revolucionarias, la censura ejercida sobre publicaciones y medios de comunicación y la intervención de universidades y otros centros de estudio, se produjo el exilio externo e interno de intelectuales y artistas y el desarrollo de prácticas de autocensura. En este tiempo, la producción intelectual elaborada en el país no pudo dar cabida a la historización de las experiencias de arte militante, aunque sí, para una lenta transformación de las maneras de comprender los modos de intervención política desde la práctica intelectual y artística, que comenzaría a hacerse visible a medida que avanzaban los años ochenta en artículos y cartas editados en publicaciones del periodismo cultural como El Ornitorrinco, Punto de Vista, Fin de Siglo o El Porteño y escritas por intelectuales que habían protagonizado el proceso de politización y radicalización (Sarlo, 1985; Gramuglio, 1986, Castillo, 1986 y González, 1988). Ellos efectuaron un primer balance de aquella experiencia (De Diego, 2003: 181) dando pie a una periodización que identificó dos coyunturas: la que se abrió en 1955, con el desarrollo de una práctica intelectual atenta a la realidad social pero ejercida en forma autónoma, y la que fue construyéndose en torno a 1966/69, en la que se hizo necesario y excluyente un compromiso político partidario explícito.
Producto de este clima de debate, en 1991 se publicaron dos libros que constituyeron estudios de largo aliento y amplia resonancia sobre el fenómeno de la politización intelectual en los sesenta. Los mismos fueron encarados por dos intelectuales que, han sido parte de los procesos de radicalización de los setenta, Oscar Terán y Silvia Sigal[8],
Tomando la perspectiva de la Historia de las Ideas, Oscar Terán centró su análisis en el proceso por el cual una importante fracción de intelectuales argentinos asumió en el período 1956-1966 una vocación de intervención social basada en la noción de “compromiso” (1991: 22). El estudio demostró que este posicionamiento fue construido en base a la influencia de una serie de teorías filosófico-políticas de origen europeo y de gran difusión en el ámbito nacional (la Filosofía de lo Concreto, el Existencialismo, una relectura del marxismo y el pensamiento cristiano, etc.) y en función de una serie de hechos políticos entre los que se destacaban: el derrocamiento de Juan Domingo Perón (y el posterior proceso de revisión del fenómeno peronista por parte de sectores intelectuales como el nucleado en torno de las revistas Criterio, Pasado y Presente y Contorno); el frustrado proyecto político antiimperialista de Arturo Frondizi (1958-1962), que en primer término convocó a muchos intelectuales y finalmente acabó por ordenar su persecución; y la Revolución Cubana en tanto modelo y alternativa viable y concreta frente a la dominación imperialista. Según Terán, estos hechos llevaron a una joven generación de intelectuales a identificar su práctica con un mandato superior de trabajo concreto con la realidad, asumiendo una perspectiva crítica, pero sosteniendo autonomía respecto de los partidos políticos.
Asimismo, el estudio de Terán intentó deslindar de qué manera hacia 1966 se produjo un viraje en los modos de legitimación del ejercicio intelectual, que llevó al sector comprometido de la intelectualidad argentina al abandono de su práctica específica en pos de la acción directa. Si bien el “antiintelectualismo” había ejercido su peso a lo largo de todo el período, la exacerbación que se produjo a mediados de la década del sesenta fue leída por Oscar Terán como un producto de las medidas desplegadas por la dictadura instaurada en 1966, sin cuya política:
connotada por características tradicionalistas que se trasladaron al tratamiento acordado a la institucionalidad y a toda la cuestión intelectual, [hubiera sido] perfectamente imaginable otro desarrollo donde los intelectuales podrían haber proseguido con sus intervenciones en la política sin abandonar el campo intelectual y sin que este último hubiera resultado finalmente tan expuesto a esa saturación por la política que condujo en tantos casos o bien a abandonar el espacio intelectual, o bien a proseguir en éste pero fuera de toda institucionalidad local o dentro de una institucionalidad amenazada. (Terán, 1991: 190)
Por su parte, Silvia Sigal abordó esta misma problemática desde la Sociología de los Campos, brindando alto peso explicativo a la lógica del sistema institucional y combinando este análisis con el estudio de la trayectoria política de los principales agentes del período.
En este sentido, Sigal recurrió al estudio del ámbito universitario para explicar el accionar de una intelectualidad contestataria que quedó fuera del proceso de modernización y fortalecimiento institucional que tuvo ese sector desde la caída del peronismo. Esta nueva intelectualidad, situada en el exterior o en los bordes del mundo académico, y con fuerte voluntad de intervención en los debates políticos contemporáneos, encontró vectores de confluencia en dos episodios históricos concretos: la Revolución Cubana (que se convirtió en un “toque de reunión” para los agentes de campo cultural de izquierda, permitiendo la articulación del complejo y diverso espectro de los intelectuales en torno a un ideario antiimperialista), y el “Cordobazo”, que mostró la posibilidad inminente de una revolución social de la mano de la acción directa.
Según Sigal, sin un campo institucional que les diera cabida, y estimulados por el nuevo escenario abierto por la lucha en las calles, la “sumisión de los intelectuales a la política” no fue más que la “afirmación de su autonomía”, situándose imaginariamente en el lugar de líderes de la revolución y cayendo en una “ilusión de lo político”. Basada en una errónea interpretación de la realidad, los efectos de esta sumisión llevarían a los intelectuales a “rendirse bajo la ley marxista o peronista, según los casos”, es decir, a abandonar los posicionamientos críticos y buscar la implementación de teorías que debían ser observadas rigurosamente (Sigal, 2002: 160). Esto mismo conduciría, según planteaba la autora, a un proceso de radicalización que implicó el pasaje desde la exigencia del “escritor comprometido”, al “compromiso de la obra”, marcando el momento en el cual los principios culturales pasaron a estar enteramente determinados por lo ideológico (Sigal, 2002: 160 y 161).
Sosteniendo una clave de lectura crítica, Terán y Sigal analizaron el proceso de radicalización de intelectuales y artistas, definiéndolo como el pasaje de una vocación de ampliación y difusión de sus temáticas en pos de una intervención social transformadora, a un modo de acción directa que iba más allá de las mediaciones del campo (Terán, 1991). En tal sentido, postularon que el pasaje a la acción directa implicó en la mayoría de los casos, un sometimiento o “racionalización” de la práctica artística o intelectual en función de los dictados de los partidos políticos (Sarlo, 1985; Sigal, 2002 ). Por otra parte, es importante destacar que su trabajo se centró mayormente en el universo sesentista, omitiendo el análisis de las modalidades específicas del arte militante de los setenta, por caso, los mecanismos concretos de articulación de los artistas con las organizaciones políticas, el variado espectro de prácticas militantes más allá de la lucha armada, los dictados culturales de los partidos, los cambios en el modo de producción de saberes y prácticas artísticas, las trayectorias políticas y artísticas de sus protagonistas, etc.
Los trabajos mencionados se insertan en una serie mayor de análisis del pasado reciente que Oberti y Pittaluga denominaron “estrategia democrática”[9]. Este corpus de producciones generado en los años ochenta se caracterizó por enfatizar, a la hora de revisar el pasado inmediato, la dicotomía autoritarismo/democracia, en tanto era útil para la defensa y promoción de la recientemente restablecida democracia representativa. Desde aquí, sus planteos omitieron importantes dimensiones de los objetos analizados, especialmente, fallaron en historizar las experiencias setentistas en el marco de la erosión del régimen político y los sentidos de la democracia, característica del contexto de violencia suscitado en Argentina a partir de mediados del siglo XX.
LOS AÑOS NOVENTA: HISTORIZACIÓN DE LAS EXPERIENCIAS ARTÍSTICAS MILITANTES
Estas temáticas fueron retomadas y profundizadas en trabajos académicos producidos a partir de mediados de la década del noventa en un marco mayor de crecimiento y renovación de los estudios historiográficos sobre las artes plásticas, la literatura y el cine en Argentina.
En este sentido, fue clave la creación, en el Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires del equipo de investigación “Arte y Política en los sesenta” (1994), dirigido por Enrique Oteiza[10], en cuyo marco se originaron una serie de pesquisas que dieron pie al estudio de los procesos de radicalización política de fines de los sesenta en los ámbitos de la plástica, el cine y la literatura. Estos trabajos fueron realizados por jóvenes investigadores egresados de las carreras de Historia del Arte, Comunicación y Letras: Jorge Cernadas, Andrea Giunta, Mariano Mestman, Ana Longoni y Claudia Gilman, y abordaron el período desde un trabajo de campo exhaustivo cuyos resultados se apropiaron de y complejizaron las hipótesis formuladas previamente por Terán, Sigal, Sarlo y otros.
En este sentido, Andrea Giunta (2004 [2001]) encaró el análisis de las relaciones entre internacionalización, vanguardia y política en el campo artístico porteño, demostrando la heterogeneidad de los impulsos modernizadores que signaron el ámbito de la plástica nacional en los sesenta y mostrando en qué medida el proceso de ruptura con los organismos de legitimación vivido por muchos artistas al final de la década se debió en parte al fracaso de los proyectos de internacionalización del arte argentino impulsados desde organismos como el Instituto Di Tella.
Por su parte, el libro Del Di Tella al Tucumán Arde: vanguardia artística y política en el ‘68 argentino, fruto de la investigación desarrollada por Ana Longoni y Mariano Mestman, estuvo enteramente dedicado al análisis del “itinerario 68”, es decir, el proceso por el cual los artistas de la vanguardia porteña y rosarina rompieron con las instituciones modernizadoras y legitimadoras del campo cultural y se lanzaron a la creación de una nueva estética, signada por la producción de formas concretas de lucha revolucionaria. Este itinerario, que los llevó a la consumación de “Tucumán Arde” (proyecto a partir del cual la mayoría de ellos abandonó en forma temporaria o definitiva la práctica artística), fue analizando detalladamente reconstruyendo la red de relaciones que sostuvo estas prácticas y atendiendo tanto a la inserción de las mismas en el campo institucional (en un último intento por enfrentar la crisis que dicho ámbito vivía), como también a sus relaciones con la vanguardia política (los partidos de izquierda y las organizaciones revolucionarias) y sus particulares procedimientos y dispositivos de acción, los cuales fueron ponderados en función de otras formas de articulación entre arte y política vigentes en los sesenta y setenta (la gráfica de Carpani, la propuesta de los artistas ligados al Partido Comunista Argentino, etc.).
En este marco, los autores consideraron el “itinerario 68” como un “punto culminante” en el que se produjo una articulación inédita –e irrepetible en tiempos venideros– entre vanguardia artística y vanguardia política:
la confluencia de arte y política que postula el itinerario del 68 plantea un cuestionamiento extremo de las convenciones de la institución arte, las prácticas estéticas consagradas y también la puesta en límite de la experimentación vanguardista. Y al mismo tiempo, un modo de intervenir políticamente en la situación histórica que va más allá (y contra) del lugar asignado a los artistas por las fuerzas políticas, que tienden a concebir la relación en términos instrumentales. (Longoni y Mestman, 2008: 312)
En la parte final de su trabajo, los autores se dedicaron a analizar las prácticas que, luego del ‘68, sostuvieron la acción artística como herramienta posible de intervención política. Allí, destacaron en qué medida se produjo un “vuelco hacia la supeditación del arte respecto de la política desde una concepción más tradicional o instrumental”, que hizo que las búsquedas de intervención política a través del arte quedaran sujetas “por la lógica (y las urgencias) de la política” (Longoni y Metsman, 2008 [2000]: 268 y 269).
El problema de la articulación entre artistas y organizaciones políticas en los setenta fue retomado por ambos autores en sus investigaciones posteriores. En el caso de Ana Longoni, los resultados han sido presentados en su tesis doctoral (2005a) y en variados trabajos de autoría individual y colectiva, y fueron sistematizados en el libro Vanguardia y Revolución. Arte e izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta (2014), en el que la autora se propuso la reconstrucción de episodios y dimensiones poco visibles o desconocidos de los proyectos encarados por artistas politizados entre la Revolución Cubana y el golpe de Estado de 1976.
En la tercera parte de ese libro la autora reunió una serie de estudios de caso acerca de las políticas artísticas que desde diferentes posiciones de izquierda se impulsaron en esos años. De esta forma, analizó las iniciativas de constitución de un movimiento regional latinoamericano con eje en La Habana-Santiago de Chile; los debates acerca de la vanguardia en el interior del Partido Comunista Argentino, la constitución del Frente Antiimperialista de Trabajadores de la Cultura (FATRAC, brazo artístico del Partido Revolucionario de los Trabajadores) y las concepciones que diferentes intelectuales y artistas vinculados al maoísmo o al peronismo sostuvieron acerca del rol del intelectual en el proceso revolucionario.
Estos análisis, basados en un minucioso estudio de materiales producidos (y cobijados) por los mismos artistas sostuvo aún (aunque matizándola) la hipótesis de la instrumentalización al situar las producciones elaboradas con posterioridad al “Cordobazo” en el “espacio intersticial” que los artistas habrían encontrado para sostener, a pesar de los dictados de los partidos revolucionarios, modos válidos de “convertir el arte en una herramienta política eficaz” (2014: 259). En este sentido, Longoni afirma:
lo que aparece cuestionado en esta última fase es el lugar específico del arte (de la vanguardia artística) en el proceso revolucionario, ante la instrumentalización de la política sobre las prácticas culturales. Sin embargo, en los primeros setenta, varios artistas continuaron con emprendimientos callejeros a la vez que participaban, colectiva o individualmente, de distintas convocatorias institucionales, con realizaciones que pretendían alcanzar un fuerte impacto en la esfera pública. Este libro se concentra en reconstruir distintas tácticas desplegadas en pos de articular arte y política durante esos años convulsos. A pesar de su diversidad, las une el denominador común de entender la práctica artística como un vector capaz de incidir en las condiciones de existencia. Un modo válido de acción (política). (2014: 54)
Por su parte, la investigación de Mariano Mestman (1999, 2001, 2007, 2017) abordó la labor de los colectivos de cinematografía militante argentinos, revelando las complejas relaciones de retroalimentación entre artistas, organizaciones políticas, instituciones y públicos. En este marco, Mestman mostró las negociaciones desarrolladas a partir de 1971 entre Juan Domingo Perón y la agrupación “Cine Liberación” sobre los contenidos y procedimientos a desarrollar en los films “Actualización política y doctrinaria para la toma del poder” y “La revolución justicialista”, los distintos usos que los sectores de la derecha y izquierda del movimiento hicieron de las producciones del grupo y la manera en la que Solanas y Getino construyeron una imagen de su posicionamiento al interior del movimiento, basada en su fidelidad al líder y superadora de las antinomias internas (1999, 2001 y 2007).
De este modo, Mestman avanzó en la construcción de conocimiento acerca de la relación entre “Cine Liberación” y el movimiento peronista en el período en el que el primero se definió como brazo cinematográfico del segundo, desde una perspectiva que entendió al grupo artístico como únicamente fiel a Perón y desligado de toda vinculación orgánica a organizaciones específicas al interior del movimiento. En este sentido, y discutiendo publicaciones periodísticas que han planteado la participación del colectivo en la agrupación peronista “Guardia de Hierro” (Taruella citado en Mestman, 2007: 70), Mestman se apoyó en la fuente oral para reafirmar que el colectivo cinematográfico sostuvo “relaciones similares con muchas y distintas organizaciones del movimiento peronista” (Getino, citado en Mestman, 2007: 70).
Finalmente, la tesis doctoral de Claudia Gilman (2003) planteó un documentado análisis sobre el modo en el que escritores de diferentes países latinoamericanos en los años sesenta y setenta pasaron a conformar el “partido cubano” (retomando la hipótesis de Sigal sobre el “toque de reunión” al que la Revolución Cubana los había convocado) y se comprometieron con el proyecto político socialista elaborando una serie de producciones literarias y debates teóricos que tuvo plasmación en revistas culturales del todo el continente.
Según Gilman, los escritores del “partido cubano” atravesaron un proceso de radicalización que los llevó, en torno a 1966/68, a pasar de la identificación con la noción de “intelectual comprometido” a la de “intelectual revolucionario”.
La primera de estas configuraciones se basó en una vocación de intervención que “implicaba una alternativa a la filiación partidaria concreta, mantenía su carácter universalista y permitía conservar la definición del intelectual como la posición desde la que era posible articular un pensamiento crítico” (Gilman, 2003: 73). Desde aquí, se esgrimió como modelo un tipo particular de novela vanguardista basado en un realismo “desbordante, sin fronteras, crítico, experimental, formalmente cuidadoso, temáticamente sin restricciones y peculiarmente no basado en el mensaje” (2003: 317).
Al producirse el pasaje a la segunda configuración intelectual se produjo la transformación del compromiso sesentista en una nueva definición que requería no ya solamente de la obra, sino del artista en tanto sujeto social, y por el que vanguardia política revolucionaria era erigida como modelo y autoridad última de todas las prácticas (2003: 144). Desde aquí, se estimuló una producción basada en géneros ligados a la transparencia comunicativa y permeables a la aplicación de modelos de la cultura popular, como la canción de protesta, la poesía y la novela testimonial. Asimismo, se demandó a los intelectuales el pasaje de la palabra a la acción, esto es, un desplazamiento en su labor, en algunos casos, hacia el funcionariado cultural y alfabetización, y en otros, en pos del desarrollo de tareas manuales, que los obligaron al abandono de la práctica escrituraria (2003: 343 y ss.).
Al concluir su investigación, Gilman señaló los desafíos y los desencantos que la revolución triunfante planteó a los intelectuales, en un balance que calificó negativamente:
Como en todo fracaso, parte de sus motivos reside en lo demasiado ambicioso del programa. Una literatura revolucionaria requería la acumulación de virtudes difícilmente cuestionables; la renovación con legibilidad, impacto masivo, producción de conciencia política, excelencia acorde con la excelencia que el poder político supone como modelo, etc. Esta emulación de un Poder que se presenta como la summa de la perfección opacó tanto las posibilidades de lo literario (porque expresa en germen una competencia desigual) como las pretensiones de ejercerlas, por parte de los escritores, en un contexto en el cual la situación de estos últimos era regulada por mecanismos de control y autocontrol inéditos (2003: 363).
Las causas de este fracaso se escondían, según la autora, en una errónea interpretación del funcionamiento de la práctica intelectual. En este sentido, y retomando a Edward Said, Gilman afirmó que “sólo aumentando la autonomía característica de los intelectuales [...] éstos pueden hacer aumentar la eficacia de una acción política” (2003: 379).
El trabajo de Gilman abordó por primera vez en modo no textualista el corpus de obras y prácticas del campo literario de los sesenta y setenta, cuyo estudio combinó con el análisis de revistas culturales, declaraciones de encuentros de escritores y documentos oficiales de la Revolución Cubana, lo que dio lugar a un importante cambio respecto de la tónica general de los estudios sobre el período (Amar Sánchez, 1992; AA. VV. 1999; Cella, 1999; con excepción de Aguilar, 2000). Por otro lado, permitió conocer las especificidades de los planteos del Estado Revolucionario Cubano frente a la labor intelectual, así como las respuestas de los intelectuales, y los modos en los que desarrollaron una “interpretación de la corrección política” (2003: 360) en sus obras.
Los estudios de Giunta, Longoni, Mestman y Gilman apuntaron a dar cuenta de la complejidad, procurando esclarecer los procesos artísticos e intelectuales a partir de una multiplicidad de fuentes documentales y orales y apelando a una diversidad de teorías que permitieron combinar las lógicas del campo artístico, con los episodios de la política, y las trayectorias individuales en explicaciones que enriquecieron el acercamiento al período. Si bien en sus inicios, este corpus de investigación estuvo mayormente centrado en los años sesenta, a medida que avanzó la primera década del segundo milenio los avances de investigación permitieron conocer la especificidad de algunas prácticas artísticas militantes elaboradas con posterioridad al 1966/68, distinguiendo diferentes maneras a través de las cuales los artistas respondieron al llamado de la revolución cuando parecía esta ya estaba en marcha, dando especial importancia, de un lado, al análisis de los procedimientos artísticos y su transformación en pos de su conversión en herramienta política y de otro, a los debates suscitados entre los intelectuales acerca de los modos en los que la articulación revolucionaria debía darse. En menor medida, estas investigaciones abordaron la posición de los partidos y organizaciones revolucionarias, sus expectativas acerca de la labor de intelectuales y artistas y los modos de negociación que se tejieron entre unos y otros, aunque rara vez definieron específicamente el tipo de vinculación militante existente entre artistas y organizaciones. El menor énfasis puesto en el análisis de la problemática de la articulación entre partidos y artistas fue coherente, por otra parte, con una definición estética que asumió como propia (aunque complejizó) de la hipótesis de la “instrumentalización” formulada por los intelectuales de la “estrategia democrática” en los años ochenta.
HACIA UNA ACTUALIZACIÓN DEL SENTIDO REVOLUCIONARIO
Publicado en forma paralela a los resultados del núcleo “Arte y Política en los sesenta”, todo un corpus de investigación forjado desde el CICSO)[11] estableció una mirada polémica que procuró actualizar el sentido revolucionario de las experiencias de radicalización setentista.
En este sentido, una lectura disidente sobre el proceso de “Tucumán Arde” fue presentada por una de las protagonistas de aquellos episodios, la socióloga Beatriz Balvé (2001). Si para Longoni y Mestman “Tucumán Arde” fue un hecho que revisó los sentidos comunes de la vanguardia artística y política, para Balvé significó una “conjugación”, es decir, una materialización de la política de la clase obrera realizada por artistas que ya habían atravesado el proceso de toma de conciencia y se ponían al servicio del proletariado. Esta postura, que retomaba la categoría de “intelectual orgánico formulada por Antonio Gramsci, puede observarse también en investigaciones formuladas por otros integrantes del CICSO, como el trabajo sobre el “Informe Trelew” escrito por López Rodríguez (2009).
Una interpretación similar se presentó en la investigación de Nilda Redondo (2004), integrante del equipo “Hacer la Historia”[12] de la Universidad de La Pampa, quien en sus trabajos sobre Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Leónidas Lamborghini y Julio Cortázar sostuvo una clave de lectura que rescataba la creatividad y la apelación a la imaginación como gesto de ruptura comparable e incluso superador de la lucha armada. Esta interpretación equiparaba trayectorias político-literarias muy disímiles (Walsh y Cortázar), y reconocía un énfasis en la experimentación que difícilmente era posible encontrar en el periodo analizado.
En conclusión, el fuerte acento puesto en estos trabajos en el aspecto teórico les impidió el estudio de los matices, vaivenes, dilemas y discusiones que suscitó el compromiso revolucionario de los artistas; en tanto que produjo una lectura de los hechos que duplicaba sin generar distancia crítica la interpretación que los actores dieron a su práctica.
HISTORIOGRAFÍA DEL “TEATRO MILITANTE” ARGENTINO Y LATINOAMERICANO
En lo que hace a los estudios de la práctica teatral, debe señalarse como punto de origen la creación, en 1987, del Grupo de Estudios de Teatro Argentino (GETEA) en la Universidad de Buenos Aires, dirigido por Osvaldo Pellettieri, en cuyo seno se encaró el primer proyecto de Historia general del Teatro argentino en la segunda mitad del siglo XX (Pellettieri, 2000: 6) y cuya redacción estuvo a cargo de varias decenas de investigadores entre los que se cuentan Jorge Dubatti, Carlos Fos, Lorena Verzero, Yanina Leonardi, entre otros.
En este sentido, el trabajo del crítico e historiador teatral Jorge Dubatti editado en el tomo 10 de la Historia Crítica de la Literatura Argentina dirigida por Noé Jitrik y compilado por Susana Cella fue el primero en incluir las prácticas del “teatro militante”. La “larga” década del sesenta, afirmaba Dubatti, tuvo un claro punto de quiebre en el año 1968, luego del cual el trabajo teatral comenzó a estar “marcado por un casi excluyente fundamento de valor; la revolución y el pensamiento de izquierda”. [A partir de allí] “la dramaturgia argentina de los sesenta se radicalizó y explicitó su función crítica al calor de un compromiso partidario, con una clara finalidad política” (Dubatti en Cella [coord.], 1999: 273). En ese marco, uno de los itinerarios de los grupos artísticos fue el de desarrollar un “teatro callejero, barrial y villero”, como el del colectivo Octubre, dirigido por Norman Briski.
La inclusión de estas prácticas en una Historia de la literatura constituyó una apuesta historiográfica destacable, dada la ausencia de menciones a esta tendencia teatral en otras producciones académicas. En este sentido, no es casual que este primer trabajo fuera producido por un investigador que situó su actividad no solo en el ámbito universitario sino también en el espacio de la crítica teatral, con un fuerte contacto con los agentes más destacados y un conocimiento acerca de las memorias que circulaban en el campo cultural. Partiendo de estas bases, este texto pionero dio lugar a una primera incorporación y ubicación de las prácticas del “teatro militante” en la historia del arte dramático en Argentina.
En este sentido, la investigación de Dubatti contrastaba claramente con la Historia del Teatro Argentino editada por el Instituto Nacional del Teatro el mismo año. Aquel trabajo, basado en una reedición del clásico de la historiografía teatral escrito por el investigador Luis Ordaz en los años cuarenta, incluía un capítulo final destinado a la historia reciente escrito por Susana Freire, que no solo omitía sino que implícitamente condenaba la labor de los grupos de “teatro militante”. En efecto, la autora describe los años setenta como “una década de represión”, signada por el poder tanto de las organizaciones guerrilleras como del estado terrorista. En este contexto, afirmaba:
estaba lejos de la mente de los hombres de la cultura en general, y de los teatristas en particular, que las acciones guerrilleras y la sangrienta represión aplicada por el gobierno militar del llamado Proceso de Reorganización Nacional iban a condenar al teatro, y a toda forma de expresión humana, a un indisimulado silencio. (Freire en Ordaz, 1999: 435)
Anclada en este posicionamiento, que equiparaba la violencia ejercida por la última dictadura militar con la de las organizaciones guerrilleras, el trabajo de Freire dejaba nula cabida a la mención de las actividades de grupos que, como Octubre, el Centro de Cultura Nacional Podestá y otros, tuvieron directa articulación con estas últimas y fueron llevadas adelante por destacados agentes del campo cultural de este período.
Fue recién en 2003 cuando, al concretarse el proyecto del GETEA, una Historia del Teatro argentino incluyó las prácticas escénicas militantes. El estudio situaba estas experiencias en un período que se extendió entre 1967 y 1976 y estuvo signado por una creciente y recíproca influencia entre los campos político y artístico, en el que teatristas de las dos tendencias de teatro de sala predominantes en aquellos años (realistas y absurdistas), escribieron y pusieron en escena obras comprometidas con la realidad social y política del país, lo que los llevó a la modificación de sus temas y procedimientos estéticos (Pellettieri [dir.], 2003: 461). En este marco, se distinguieron las prácticas de los teatristas que optaron por salir a las calles y articularse directamente con los públicos populares, en un espectro que abarcaba diferentes modalidades: la de Octubre y su recuperación del teatro de agit prop de tradición soviética, la de Juan Carlos Gené y su desplazamiento de “la práctica teatral a barrios, fábricas y otros lugares populares”, o la de Augusto Boal, quien desarrolló “una estética emparentada ideológicamente con la semántica de Frantz Fanon, a partir de las categorías del ideario del ‘tercer mundo’” (Pellettieri [dir.], 2003: 459 y 460).
La inserción de estas prácticas en esta Historia del Teatro implicó un avance a destacar en su reconocimiento y legitimación dentro de la historiografía teatral argentina. Sin embargo, el estudio de Pellettieri mostraba la difícil articulación entre las categorías desplegadas para el análisis a lo largo de los diferentes tomos que abarcó la Historia (que estaban centradas en el texto dramático y su puesta en escena) y las prácticas militantes, cuyos aspectos distintos se ubican en las finalidades perseguidas por los teatristas, los modos de organización grupal y las dinámicas de puesta en circulación de sus trabajos.
Estudios que abordaron más específicamente el teatro militante llegaron recién a fines de la primera década del 2000 en manos de Yanina Leonardi y Lorena Verzero. Los mismos iniciaron las indagaciones sistemáticas sobre este fenómeno y repensaron las periodizaciones generales elaboradas por Pellettieri (2003) a la luz de algunas de las conclusiones desarrolladas por el grupo “Arte y política en los sesenta”, especialmente, la categoría de “intelectual revolucionario” de Claudia Gilman (2003). Asimismo, y en pos de desarrollar una crítica de la práctica teatral militante, recurrieron a los estudios sobre la militancia revolucionaria desarrollados desde la “estrategia democrática”, especialmente, los trabajos de Sigal y Verón (1986) y Vezzetti (2009).
En este sentido, Yanina Leonardi (2009) incluyó en su tesis doctoral sobre las representaciones del peronismo en el teatro argentino un análisis de las textualidades y prácticas del teatro de “agitación y propaganda” (en el cual la autora inscribió las prácticas de teatro en las que tomaron parte Boal, Briski y Gené).
Según Leonardi, el trabajo de estos grupos estuvo caracterizado por su “liminalidad”, es decir, por ser “expresión del estado fronterizo de los artistas/ciudadanos que desarrollan estrategias artísticas para intervenir en la esfera pública” (Dieguez Caballero, citada en Leonardi, 2009: 297). Asimismo, la asunción de esta posición liminal era interpretada como parte del proceso de reconversión de la figura del intelectual en clave revolucionaria, según fue definido por Claudia Gilman.
Desde aquí, el trabajo de Leonardi se dedicó al estudio de las representaciones del peronismo existentes al interior de los textos dramáticos que la autora pudo consultar en el trabajo de compilación de las obras del grupo Octubre elaborado por el actor y director Norman Briski. En este punto, retomaba la noción de “memoria ideológica” construida por Hugo Vezzetti, cuando afirmaba que las organizaciones políticas habían planteado una mirada propia de los hechos de la historia nacional haciéndose eco de los aportes de la corriente revisionista, en pos de insertarlos en una narrativa revolucionaria que se basaba en la idea de progreso y que buscaba la constitución de una sociedad nueva (Vezzetti, citado en Leonardi, 2009: 318). Según Leonardi, haciendo uso de la Historia, el teatro (práctica que llevaba implícito el hecho de poner el cuerpo) emergía como una importante herramienta de producción de identidades políticas revolucionarias (Leonardi, 2009: 318).
Contemporáneamente, otra de las integrantes del núcleo dirigido por Pellettieri desarrolló la investigación de mayor magnitud y profundidad realizada al momento sobre los grupos de “teatro militante” en Argentina. Se trata de Lorena Verzero (2009, 2013 y 2019), cuyas tesis de maestría (defendida en la Universidad Carlos III de Madrid) y doctorado (defendida en la Universidad de Buenos Aires) se dedicaron íntegramente a la indagación de estos colectivos.
Basándose en un riguroso trabajo de campo que abarcó la labor de los grupos Octubre, Centro de Cultura Nacional Podestá, Once al Sur, Libre Teatro Libre y las experiencias del brasilero Augusto Boal en su paso por Argentina, Verzero definió el “teatro militante” como un emergente del proceso de intensa politización que atravesó la sociedad argentina entre los años 1966 y 1976 (2009: 374). En este sentido, la autora planteó que el “teatro militante” desplegó un modo particular de “respuesta” frente a la politización, diferente a las desarrolladas por otras líneas de trabajo como la del “Teatro Independiente”, el “Realismo Reflexivo” o la “Neovanguardia”. Su particularidad habría consistido en un “desbordamiento” de las lógicas competitivas propias del campo artístico, según el cual se produjo una reformulación de las finalidades de la acción teatral en tanto “los objetivos del teatro militante no perseguían conseguir una centralidad en el campo, sino una transformación social y política, de manera que la conflictividad con otros sectores del campo teatral quedaba relegada a un segundo plano”(2009: 115 y 2013: 127-132).
Además de reconstruir el itinerario de acción de cada una de estas agrupaciones, considerando sus procedimientos estéticos, filiaciones políticas y marcos de acción, Verzero dedicó un importante espacio de su tesis doctoral al análisis de la configuración identitaria de cada uno de los conjuntos teatrales, con el objeto de producir una intervención crítica basada deconstrucción de las concepciones “mitificadas” de comunidad sobre las que, afirma, se basan las lecturas de la militancia revolucionaria de los setenta (2009: 329). En este sentido, parte de la tesis se dedicó a demostrar la especificidad adquirida por cada colectivo en sus modos de ser y trabajar en común, con diferentes modalidades y grados de imbricación de acuerdo a sus valoraciones ideológicas, los rasgos de la personalidad de sus integrantes y a las diferentes maneras en que los colectivos asumieron la identidad nacional.
En este último punto, y reafirmando las conclusiones elaboradas por Sigal y Verón en su estudio sobre la Juventud Peronista, Verzero concluyó que los diferentes grupos se basaron en concepciones esencialistas de la identidad tanto argentina como latinoamericana, deudoras de las ideas sostenidas por las agrupaciones políticas a las que estuvieron vinculadas (2009: 350 y 372). Por otro lado, esta afirmación abonó una hipótesis general que guía todo el trabajo de Verzero, según la cual, “la especificidad de cada uno de los colectivos teatrales militantes está dada por su adscripción ideológica, que encuentra su correlato en las manifestaciones estéticas” (2009: 377).
Los planteos de Verzero se nutrieron también de los desarrollados por Gustavo Geirola (2000), quien abordó el teatro de los años sesenta y setenta en Latinoamérica en un ensayo publicado fuera del ámbito académico nacional. Allí, este Profesor en Letras y Doctor en Semiología radicado en Estados Unidos brindó aportes para la compresión crítica del proceso de politización y radicalización del teatro latinoamericano de los sesenta y setenta a partir de la puesta en diálogo de una serie de materiales heterogéneos (que combinaban los textos dramáticos y las producciones teóricas de los grupos teatrales con el libro de viajes de Ernesto “Che” Guevara, y los documentos de la orden de San Ignacio de Loyola).
De esta forma, Geirola analizó un amplio espectro de prácticas teatrales que abarcaron la producción de autores y grupos de distintas tendencias como Germán Rozenmacher, María Escudero, Osvaldo Dragún, Enrique Buenaventura, Augusto Boal, el Teatro Escambray, Luis Valdez, y Eduardo Pavlovsky, en un trabajo que no ahondó en la descripción y reconstrucción documental de las prácticas (algo que planteó como epistemológicamente imposible) sino que se dedicó a ejercer una deconstrucción crítica. En este sentido, el estudio partió de la asunción de que estas prácticas teatrales “de utopía” (2000: 177) estuvieron ligadas a una idea de praxis revolucionaria que, pese a su retórica contestataria, incluyó en su propio seno de los valores del sistema al cual pretendía destruir (homofobia, autoritarismo, racionalismo, etc.) (2000: 172). Partiendo de allí, el autor señaló una serie de conceptos problemáticos para repensar los alcances de las prácticas teatrales en los sesenta y setenta, especialmente, el teatro de “creación colectiva”. Para ello, el autor enumeró el conjunto de “ideologemas” en los que se basó la “creación colectiva” y que “trabados entre sí, despliegan una red de inconsistencias que ponen en tela de juicio la efectividad política, práctica, de su operación discursiva” (2000: 249). Estos “ideologemas” serían, a saber: la apropiación mecánica del marxismo y el estructuralismo en el seno de la teoría teatral, el uso meramente propagandístico de la acción escénica; los prejuicios en torno al sujeto y la cultura popular; y en función de todo ello, el grado de ruptura real con el modo de producción teatral burgués (2000: 244-256).
Finalmente la reciente Historia del Teatro Argentino escrita por Jorge Dubatti (2012), incluyó las prácticas de “teatro militante” como una más de las derivaciones de la larga tradición del “Teatro Independiente” surgida en los años treinta. En este sentido, y frente a las profundas modificaciones que afectaron la vida política y social de la Argentina en las décadas del sesenta y setenta, el “Teatro Independiente” se habría diluido en tres tendencias que fueron sus continuadoras: una que optó por la profesionalización, otra que intensificó la “búsqueda micropolítica”, y una tercera, que derivó en el “teatro militante”, caracterizada por la “intensificación de la tendencia macropolítica” de transformación de la realidad (2012: 141). Por esta última vía, los teatristas salieron a las calles y se vincularon con las organizaciones políticas, en un proceso que Dubatti da por concluido en 1973 cuando, ante una situación que define como “cada vez más atravesada por la violencia”, tanto de organizaciones guerrilleras como de los grupos paraestatales:
los grupos de teatro militante de izquierda desarticulan sus acciones y las expresiones de teatro de calle casi desaparecen. También el público padece miedo: la reunión teatral, el convivio, salen el interior del grupo en los ensayos o en la función con los espectadores, es considerada subversiva. (2012: 172)
Como se desprende de los estudios reseñados, el “teatro militante” fue una práctica que se desarrolló a lo largo del vasto territorio de América Latina y que, a juzgar al menos por las giras realizadas por los diferentes grupos, circuló no solo por las capitales y grandes ciudades de nuestros países, sino también por espacios marginales, pequeños poblados y zonas rurales. Sin embargo, es escasa aún la bibliografía sobre lo sucedido en el interior de la Argentina. En este sentido, se destacan los trabajos de Baraldo, Barandica, Musitano y Autor (2014) quienes, provenientes de diferentes campos disciplinares, reconstruyeron y analizaron estos procesos en las ciudades capitales y zonas de influencia de las provincias de Mendoza y Córdoba.
En una ponencia planteada desde la Sociología Crítica y la Educación Popular, la investigadora Natalia Baraldo recorrió el itinerario del grupo de Teatro Popular Virgen del Valle (Mendoza) reconstruyendo sus procedimientos artísticos, sus formas de relación con vecinos y militantes y la coyuntura política en la cual se insertó esta práctica. Confrontando testimonios y documentos, y en el marco de un estudio de doctorado referido a las formas de participación política de la localidad de Virgen del Valle, la autora concluyó que la producción teatral aportó nuevas herramientas a la organización y los procesos de identificación comunitarios, al forjar un ámbito estable de encuentro y trabajo conjunto de los vecinos. Por su parte, Sebastián Henriquez definió la particularidad de la experiencia del “teatro militante” en el marco del contexto de modernización del arte teatral en la Mendoza de los setenta afirmando que en el período se produjo una pugna entre la figura “hegemónica” de “intelectual comprometido” y una configuración emergente basada en la noción de “organicidad” en clave gramsciana (2006: 82).
Centrado también en los grupos que trabajaron en Mendoza, el estudio de Diego Barandica se concentró específicamente en los modos de inserción en la militancia partidaria por parte de los teatristas que trabajaron en Virgen del Valle, afirmando que la práctica teatral fue una experiencia de formación de la conciencia política que “los acercó” a las organizaciones revolucionarias (2011a). En su tesis de grado ahondó esta indagación, trabajando desde la Historia Oral y la Historia Reciente para reconstruir el itinerario del “teatro militante” en esa ciudad y su zona de influencia.
Por su parte, los estudios acerca del Libre Teatro Libre desarrollados por Musitano en Córdoba se han concentrado en el uso que este grupo ha realizado de la metodología de la “creación colectiva” en tanto herramienta por la cual los “artistas-ciudadanos”[13] fueron capaces de interpelar el sistema capitalista y sus estructuras autoritarias (2009a y b).
En lo referido a Bahía Blanca, han sido pioneras las investigaciones de Nidia Burgos, quien ha analizado el trabajo de Teatro Alianza en el marco de su artículo sobre la gestación del sistema teatral moderno publicado en la Historia del Teatro en las Provincias dirigida por Osvaldo Pellettieri (Burgos en Pellettieri [dir.], 2007). Tanto en éste como en trabajos posteriores, Burgos reconoció en Teatro Alianza uno de los conjuntos del “Teatro Independiente” de mayor productividad en la escena local, reconstruyendo su trayectoria y sus principales puestas en escena, desde sus inicios en el teatro del absurdo hasta el exilio de varios de sus integrantes producido en 1979 (Burgos, 2011a y b y 2012).
Partiendo de allí, nuestros trabajos individuales o en colaboración (2013, 2014, 2015, 2016, 2018 y Agesta, López Pascual y AUTOR, 2018) han procurado situar la trayectoria de los grupos teatrales militantes bahienses en el derrotero del campo intelectual local y nacional, así como reponer las formas de encuadramiento que han asumido sus integrantes y especialmente, el correlato y las tensiones entre dictados partidarios y producción estética.
BALANCE Y PROPUESTAS
Como hemos visto, las publicaciones específicamente dedicadas al “teatro militante” argentino son recientes y se han concentrado en las experiencias desarrolladas en la Capital Federal y algunas ciudades del interior del país.
Todos estos trabajos se centraron mayormente en la reconstrucción de los fundamentos estéticos e ideológicos, las representaciones y los procedimientos desplegados en las obras, así como el funcionamiento grupal y los modos de inserción en la comunidad de los colectivos teatrales militantes.
En la mayoría de los casos, la problemática de la militancia política de los propios teatristas, si bien ha sido reconocida como un factor determinante en la configuración de los aspectos reseñados, ha sido o bien abiertamente omitida o bien definida vagamente, apelando a terminologías como “compromiso partidario”, “adscripción ideológica” o “acercamiento” y sin definir específicamente las prácticas implicadas, esto es, los modos concretos de vinculación entre artistas y organizaciones políticas y político-amadas (en un espectro que va de la mera simpatía hasta la adopción de un grado militar), las tareas específicas desarrolladas en la práctica militante (sean estas o no de índole artística), los programas culturales desarrollados por las organizaciones, su circulación y su modo de plasmación en la acción artística militante, entre otras.
Asimismo, y en estrecha relación con lo anterior, los trabajos de historización de las prácticas de “teatro militante” mostraron escasa apropiación de la producción académica que, desde el campo de la Historia Reciente, especialmente a partir del 2000, contribuyeron conocer en profundidad y desde allí, a complejizar y desnaturalizar la mirada respecto de la militancia setentista[14].
Finalmente, en el derrotero de las investigaciones se hace evidente la inexistencia de trabajos que articulen la reflexión de distintos contextos regionales.
En este sentido, los futuros acercamientos al “teatro militante” podrían enriquecerse ampliamente si, de un lado, incorporaran en la reflexión los últimos aportes de la Historia Reciente y por otro, recuperaran la investigación regional aplicando claves, ya sea comparativas (por caso, respecto de los modos de inserción del “teatro militante” en los resortes estatales en contextos disímiles como Buenos Aires, Bahía Blanca o Mendoza) o de reconstrucción de las redes de militancia que probablemente se establecieron entre los diferentes espacios.
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[1] Profesora, licenciada y doctora en Historia por la Universidad Nacional del Sur (UNS). Profesora adjunta (interina) en la asignatura Historia del arte y la Cultura II en la UNS. Docente en el nivel medio. Su tema de investigación son las relaciones entre arte y política en la historia reciente Argentina. Email: ana.vidal@uns.edu.ar.
[2] Se conoció como “Cordobazo” a la movilización desarrollada en la ciudad capital de la provincia de Córdoba el 29 de mayo de 1969, cuando un paro convocado por el Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA) y el gremio de Luz y Fuerza concitó la adhesión de otros sectores obreros y estudiantiles, generando una movilización masiva por la que la ciudad quedó bajo poder de los manifestantes durante toda la jornada.
[3] Marina Franco ha demostrado que las medidas represivas desplegadas durante los gobiernos peronistas que se sucedieron entre 1973 y 1976 fueron in crescendo y llegaron a componer una “lógica político-represiva centrada en la eliminación del enemigo interno” que sentó las bases para la represión sistemática implementada posteriormente por la dictadura militar de 1976 (2012: 17). Asimismo, la autora afirma que la labor de las agrupaciones paraestatales de la derecha sindical y los sectores ortodoxos del peronismo, así como las prácticas intrapartidarias destinadas a la “depuración” del movimiento tuvieron una directa articulación con las políticas oficiales (2012: 22).
[4] Esta expresión alude, como ha explicado María Cristina Tortti (1998), al complejo panorama de movimientos a un tiempo políticos y sociales, que, unificados bajo la consigna de oposición a la dictadura de la autodenominada “Revolución Argentina”, canalizaron la militancia de izquierda en el marco de la crisis de sus organizaciones tradicionales en el contexto de la Revolución Cubana.
[5] Este texto recupera, actualiza y profundiza las reflexiones vertidas en mi investigación doctoral, “Experiencias del “teatro militante” en Bahía Blanca: 1972-1978”, defendida en el Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional del Sur en 2016, inédita.
[6] Nos referimos puntualmente a los trabajos de Pablo Pozzi y Alejandro Schneider, Lucas Lanusse, Vera Carnovale, Alejandra Oberti, Javier Salcedo, Federico Lorenz y Adrán Celentano, e incluso a trabajos más recientes como los de Mora González Canosa, Mariela Stavale, Lucía Abbatista o Fernanda Tocho, entre otros.
[7] Doctor en Filosofía (Universidad de La Plata, 1975). Docente en la Universidad de Buenos Aires en los años 1974 y 1975. En 1976 se exilió y actualmente vive en México.
[8] Oscar Terán estudió Filosofía y fue militante de grupos marxistas en los años sesenta y setenta y en 1976 vivió su exilio en México. Silvia Sigal, por su parte, se fue del país en el año 1975, luego de haber formado parte del colectivo que participó de la muestra “Tucumán Arde”. Ambos afirman que sus estudios sobre los años sesenta y setenta fueron un modo de procesar el impacto que la experiencia de politización y radicalización había tenido en sus vidas y en sus trayectorias intelectuales (Sigal y Terán, 1992: 43).
[9] Existe un álgido debate sobre los alcances y las limitaciones de los aportes generados en este corpus de investigaciones. Al respecto, pueden consultarse las investigaciones de Luis Alberto Romero, María Estela Spinelli, Omar Acha, Maximiliano Garbarino, y Marcelo Starcenbaum.
[10] Ingeniero y profesor argentino. Fue director del Instituto Di Tella entre 1960 y 1970 y del Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires entre 1973 y 1997.
[11] El CICSO fue fundado en 1966 en Buenos Aires por Juan Carlos Marín, Miguel Murmis, Silvia Sigal, Inés Izaguirre, Eliseo Verón, Darío Canton y en Córdoba, por Francisco Delich. Su surgimiento se debió a una necesidad de agrupamiento de un cuerpo de jóvenes investigadores en Ciencias Sociales (especialmente provenientes de la carrera de Sociología, creada en 1957 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires), que compartían el objetivo de instalar en la investigación académica el cuerpo teórico de Karl Marx. Tiempo después se integraron al grupo Beba y Beatriz Balvé y Roberto Jacoby.
[12] El grupo “Hacer la Historia” se originó en 1992 en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, con el objetivo de constituirse en un espacio para la reflexión, análisis y debate de la realidad, para la acción política y científica en pos de alternativas viables para los “Pueblos de Nuestra América”. Se extendió a otras universidades y centros educativos, como Mar del Plata, Necochea, Morón, La Plata, Buenos Aires, Río Gallegos, Córdoba y Santa Rosa.
[13] Retomando la categoría de liminalidad de Ileana Dieguez Caballero.
[14] Sin embargo, y pese a los avances en la historización de estos procesos, los trabajos no han analizado las prácticas artísticas que, desarrolladas en el marco de la estrategia revolucionaria fueron parte del accionar político de las organizaciones político militares y los partidos revolucionarios.